Christine Lagarde, la del BCE, acaba de pronunciar una sentencia en muy falsa apariencia apocalíptica, esa en la que ha advertido con semblante grave a los Gobiernos de Europa que la Gran Recesión de 2008 puede volver a repetirse, y en términos parejos a los de la original, si no se apresuran a tomar medidas coordinadas en relación a los efectos económicos del virus. En muy falsa apariencia apocalíptica, sí, porque ahora mismo sería imposible, y Lagarde lo sabe mejor que nadie, que una nueva recesión global en Occidente siguiera un curso más o menos similar a la de 2008. Bien al contrario, de volver a producirse, sus estragos resultarían en extremo más profundos. También en extremo más duraderos. Mucho más. Muchísimo más. Y ello por una razón aterradoramente simple. Porque del cataclismo sistémico de 2008 logramos acabar saliendo gracias al recurso intensivo por parte de los Estados a dos instrumentos de los que ahora mismo ya no disponen, en la medida en que sus fuentes respectivas quedaron exhaustas, y por tanto inservibles o casi inservibles, tras el esfuerzo realizado para combatirlo. Me estoy refiriendo, claro, a la política monetaria y a la política fiscal.
Sirva de ejemplo el caso español. Cuando estalló en los países del sur de la Eurozona la crisis del euro, la deuda pública española ni siquiera llegaba al 40%. Un nivel muy bajo que ofrecía margen sobrado para que operasen los estabilizadores fiscales automáticos, algo que habría sido suficiente de no haberse tratado de una crisis tan inusitadamente profunda y larga. En cambio, en este preciso instante, y en línea con lo que ocurre en el resto de países de nuestro entorno, la deuda pública española sigue rondando niveles muy próximos al 100% del PIB. Lo que significa que, ante un escenario de recesión súbita, el Estado se vería atado de pies y manos para tratar de compensar desde el sector público un eventual derrumbe de la actividad en el privado. Y lo que vale para España, ya se ha dicho, valdría para casi toda Europa, acaso con la única excepción de Alemania. Pero es que con la política monetaria ocurriría tres cuartos de los mismo. Con tipos de interés reales negativos, la situación actual en Europa, ¿qué más podría hacer el BCE? No podría hacer nada, nada de nada. Pero es que, aunque pudiera, que no puede, tampoco servirá para nada.
Y no serviría para nada porque la nueva sería una gran crisis provocada por un virus, no por las consecuencias financieras derivadas de la creación de una zona monetaria mal diseñada. Diferencia que nos tendría que llevar a pensar en algo tan elemental como que la política monetaria resulta un instrumento útil para afrontar problemas macroeconómicos relacionados con la demanda agregada, insuficiente o excesiva según los casos, en el conjunto de la economía. Pero solo para eso. La política monetaria tiene sentido y eficacia en situaciones como la de 2008, cuando la gente, aterrada ante el colapso general, dejó de gastar su dinero, lo que provocó que el colapso fuese mucho peor aún. Pero lo que que ya está empezando a ocurrir con el virus no tiene nada que ver con aquello. Nada. La gente no ha dejado de gastar en absoluto (sobre todo en los supermercados). Más bien lo contrario. La crisis, si llegase a producirse, no sería por la clásica razón keynesiana de demanda insuficiente sino por una causa material mucho más prosaica: el colapso de las cadenas de abastecimiento de las empresas. Y frente a eso, la política monetaria no sirve para nada. Si no te llega un insumo crítico de China, da igual que el BCE baje los tipos o los suba. Si no te llega el insumo, paralizas la producción y punto. Lo dicho, sería peor.