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Del campo a los robots: ¿trabajamos la mitad que nuestros abuelos y el doble que nuestros nietos?

Más del 50% de las tareas que hacemos cada día son "automatizables". Hasta 800 millones de empleos en todo el mundo están en riesgo.

Más del 50% de las tareas que hacemos cada día son "automatizables". Hasta 800 millones de empleos en todo el mundo están en riesgo.
Operario en una fábrica de componentes del automóvil, en Illinois, EEUU. | Cordon Press

España, año 1900. El español medio trabaja en el campo, ayudado por sus animales. Más del 70% de los empleos los generan la agricultura y la ganadería (datos del informe de Caixbank Research - Población y actividad en España: evolución y perspectivas). Y del 30% restante, que se reparten de forma más o menos equilibrada entre industria y servicios, la mayoría también tienen que ver, de una u otra forma, con este sector: desde el procesamiento de alimentos, al comercio de los mismos, su transporte o las actividades relacionadas.

En el horizonte, sin embargo, aparece una amenaza: la automatización de los procesos. Tractores, cosechadoras, máquinas de tratamiento de los alimentos, aspersores de riego… A lo largo del siglo XX, pocos ámbitos laborales han sufrido un cambio más acusado que el campo. Para lo que antes se necesitaban decenas de peones y labriegos, ahora es suficiente con un puñado de trabajadores; equipados, eso sí, con maquinaria de última generación. Sigue siendo un trabajo y un sector durísimos, por supuesto, probablemente el más exigente desde un punto de vista físico. Pero incluso así, las tareas del campo están muy alejadas de las que hacían nuestros abuelos. Y los cambios se notan también en el empleo: apenas el 4% del total de ocupados en nuestro país pertenecen ya al sector agrícola.

¿Dónde se han ido esos puestos de trabajo: están en el paro? ¿Hay menos empleos ahora que en la España de 1900? La respuesta es clara: NO. De hecho, aunque las máquinas han sustituido numerosos puestos de trabajo que antes se hacían manualmente, el resultado no ha sido negativo en términos absolutos, sino todo lo contrario. Nuestro país, como todos los que nos rodean, han ido encontrando nuevas ocupaciones, desconocidas hasta hace unas décadas. Todas esas personas que ya no trabajan en el campo pueden dedicarse a cubrir otras necesidades. Es un fenómeno que no siempre es sencillo de percibir: lo evidente es el labriego que parece que pierde su empleo por el uso del tractor; lo no tan evidente es que ese tractor hace más productivo el terreno, lo que provoca un incremento de la cosecha y de los ingresos de los vecinos de ese pueblo, que ahora tienen más renta para comprar un coche, enviar a sus hijos a la universidad o ampliar su vivienda… y en esas nuevas pautas de consumo, demandan bienes que generan puestos de trabajo alternativos.

Esto no es sólo una disquisición teórica. Miremos a nuestro alrededor: desde los monitores de Pilates a los diseñadores de páginas webs, hay cientos de miles de trabajadores en nuestro país que se dedican a cuestiones que hace apenas tres décadas simplemente no existían (y que, quizás, ni nos habríamos imaginado que pudieran ser parte de nuestro aparato productivo). Y, claro está, no es una particularidad de nuestro país. Ocurre en todo el mundo: después de milenios en los que la gran mayoría de los trabajadores, en casi todas las regiones del planeta, se dedicaba fundamentalmente a la agricultura y la ganadería, el siglo XX ha visto un cambio dramático en el empleo (casi siempre para bien).

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El siguiente gráfico está sacado del informe Jobs lost, jobs gained: workforce transitions in a time of automation, de McKinsey Global Institute (click para ampliar). En el mismo, podemos ver la evolución del empleo en EEUU desde 1850 hasta la actualidad. Como vemos, la agricultura ha pasado de representar más del 60% del total del empleo a apenas un 3-4%. Y otros sectores, como las manufacturas, que hace 3-4 décadas lideraban el empleo (si lo medimos como proporción de trabajadores respecto al total de la fuerza laboral), también han sufrido un declive en los últimos 20-30 años (las fábricas han pasado de generar el 26% del empleo norteamericano en 1960 a menos del 10% en la actualidad). Enfrente, las telecomunicaciones, la educación, los servicios sanitarios o financieros (también el aparato gubernamental) han experimentado un incremento sustancial de su peso en la producción total y el empleo.

Cuando salen en una conversación, todos estos temas generan mucho debate (no del político, sino del de verdad, del que tenemos en el vending de la oficina o en el bar del barrio). Esta semana, un informe del Adecco Group Institute sobre El impacto de la Inteligencia Artificial en el mercado laboral nos ha dejado unos cuantos titulares muy interesantes para animar esas discusiones:

  • En 1930, los españoles ocupaban un promedio del 20,1% de su tiempo en el trabajo, frente al 9’6% que pasaban en 2012.
  • Gracias a la tecnología, una jornada laboral de 1970 se completa en el presente en tan solo una hora y media.
  • En los próximos 10 años, labores con poco valor añadido, como el intercambio de información y el análisis de datos, podrían verse reducidas hasta en un 20%, lo que equivaldría a 8 horas semanales, esto es, una jornada laboral completa.

Y claro, nos hemos preguntado si de verdad trabajamos la mitad que nuestros abuelos. O si somos capaces de hacer en 90 minutos lo que a nuestros padres les costaba una jornada completa. O, más inquietante todavía: qué pasará con nuestro sueldos o empleos si la tendencia a la automatización sigue esta línea y cada vez es más barato, rápido y eficaz hacer las tareas de las que hasta ahora nos ocupábamos nosotros.

La realidad tras las cifras

Para lo primero, lo que se refiere al pasado, la respuesta es clara: sí, trabajamos mucho menos que nuestros padres o abuelos. Como estamos todo el día hablando de estrés, de horarios, de técnicas para aprovechar el tiempo o de cómo conciliar, quizás no nos demos cuenta, pero en todos los países occidentales el tiempo de trabajo efectivo a lo largo del año para un empleado a tiempo completo se ha reducido sustancialmente desde finales del siglo XIX. Por ejemplo, según los datos de McKinsey, en 1870 el trabajador medio en Alemania, Suecia y EEUU dedicaba entre 62 y 70 horas a su actividad profesional; en 2015, estas cifras se habían reducido casi a la mitad en el norte de Europa (en los países más ricos de la UE la media ronda las 35 horas semanales) y también, aunque no tanto, en EEUU.

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Casi todos los estudios al respecto coinciden en estas cifras (ver gráfico con más detalles, click para ampliar). En este enlace, por ejemplo, podemos encontrar los datos de Our World in Data, la fantástica web de recopilación de informes y estadísticas de Max Roser. Todos sus gráficos apuntan en la misma dirección: trabajamos (mucho) menos que antes. Y no sólo si nos comparamos con nuestros antepasados del siglo XIX. Sino, también, si miramos a los años 60-70 del pasado siglo. La razón hay que buscarla en tres fenómenos interconcectados: nuestro horario laboral convencional, el que tenemos en la cabeza cuando hablamos de estos temas y que mide las horas de una semana normal, es más reducido. Pero, además, tenemos más vacaciones y festivos que antes a lo largo del año. Y, por si todo este fuera poco, hay más períodos de nuestra vida adulta en los que no formamos parte del mercado laboral: por estudios, jubilación, bajas…

Nuestros abuelos empezaban a trabajar con 15 años y se jubilaban (si llegaban) a una edad que estaba cerca de su esperanza de vida. Nosotros, en cambio, empezamos más tarde (muchos universitarios, incluso a los 25-27 años) y nos retiramos a los 65, con 20-25 años de vida por delante.

De esta manera, sí salen esas cifras que daba Adecco esta semana y que nos dicen que mientras que los españoles de 1930 dedicaban el 20% de su vida (unas 109.000 horas según sus cálculos o algo más de 12 años completos) al trabajo; los de 2012 han reducido este tiempo a menos del 10% (unas 69.000 horas o 7,8 años).

Todo esto está muy bien. Pero, ¿y el futuro? Porque si preguntásemos por la calle, pocos trabajadores serían muy optimistas sobre sus empleos, sueldos u horarios. Aunque, viendo lo ocurrido en el pasado, deberían serlo algo más.

Aquí los datos son menos fiables, porque no dejan de ser previsiones. Algunos son más optimistas y otros menos. McKinsey, por ejemplo, calcula que el 50% de las tareas que hacemos cada día son "automatizables". Según su análisis, 6 de cada 10 trabajadores tienen empleos en los que más del 30% de su jornada está dedicada a tareas que podrían hacer mejor las máquinas (con la actual tecnología o con tecnología que está muy desarrollada). El resultado es doble: por una parte, entre 400 y 800 millones de empleos están en riesgo por la tecnología. Y de esos, entre 75 y 375 millones son cambios que obligarán al trabajador no sólo a cambiar de puesto, sino incluso de sector profesional.

Cuidado, esto no quiere decir que se vaya a producir una pérdida neta de empleos. Como veíamos en nuestro ejemplo al comienzo del artículo, las maquinaria agrícola no produjo una reducción del empleo total. Del mismo modo, la mayoría de los expertos coincide en que los trabajos perdidos en algunos sectores se compensarán, de sobra, en otros. Pero habrá problemas de ajuste y cambios significativos en el mercado. McKinsey apunta a siete grandes tendencias que conformarán el mercado laboral en la próxima década:

  • Crecimiento económico: más renta e ingresos
  • Envejecimiento
  • Inversión en infraestructuras y obra pública
  • Nuevas tecnologías
  • Más demanda en educación
  • Transición energética y nuevas fuentes de energía
  • Profesionalización de empleo no retribuido

Como vemos, algunas están relacionadas entre sí, pero otras tiran en direcciones opuestas. Por ejemplo, el crecimiento de rentas (lo normal es que dentro de 15-20 años seamos más ricos que ahora en casi todas las regiones del planeta) vendrá acompañado de un incremento en la demanda de educación (los dos factores se retroalimentan).

En otros casos, la relación no está tan clara: por ejemplo, entre crecimiento económico y nuevas tecnologías. Pensemos, por ejemplo, en el sector del retail: aquí la subida de los ingresos impulsará un incremento en el empleo (simplificando mucho, tenemos más dinero y vamos más de tiendas); pero, al mismo tiempo, la automatización supone un peligro para muchos trabajadores de este sector. ¿Cuál será el efecto neto? No está claro y es difícil de medir.

Todo lo dicho hasta ahora nos deja claro que habrá ganadores y perdedores. McKinsey destaca algunas ocupaciones en las que buena parte de las tareas que ahora realizan son "automatizables" en el corto plazo: desde taxistas a empleados de agencias de viaje. Enfrente, doctores, abogados o profesores parecen más protegidos ante los robots.

También es cierto que aquí hay que diferenciar entre puesto de trabajo y tareas. Es decir, una cosa es que determinadas tareas que ahora realiza un empleado puedan ser automatizables y otra es que realmente resulte rentable hacerlo (el coste de la máquina puede ser superior al del empleado), que sea positivo para el negocio o que el trabajador tenga que seguir haciendo lo mismo que hace 30-40 años. Pensemos, por ejemplo, en una persona que trabaja como dependiente en una tienda de ropa: buena parte de las tareas asignadas hasta ahora podría ser automatizables. Por ejemplo, con un sistema de pago automático y un panel informativo en el que el cliente pueda preguntar sobre si quedan tallas, si dos prendas pueden combinarse o hay ofertas disponibles. Así pensado, en teoría, quizás con un guarda de seguridad y un reponedor de mercancía podría funcionar el negocio. Lo que no está claro es que queramos ir de tiendas para hablarle a una máquina… Probablemente, no. Así, en este caso la tecnología puede impulsar un cambio en las tareas que realiza el empleado: ahora dedica menos tiempo a cobrar o gestionar el almacén (le llega la información directamente a una aplicación) y más tiempo a aconsejar al cliente o mantener la tienda ordenada. El puesto de trabajo sigue ahí, pero la labor que tiene asignada el trabajador ya no es la misma.

El futuro (im)previsible

Si miramos todo esto en conjunto, nos queda una imagen interesante. Con más aspectos positivos que negativos, aunque también con numerosos retos por delante. Para empezar, lo normal es que en el futuro trabajemos todavía menos horas que ahora: en Libre Mercado ya lo apuntábamos aquí y aquí, en todos los países ricos se habla cada vez más de la jornada de cuatro días a la semana o de renunciar a aumentos de sueldo a cambio de más vacaciones, etc… Es lo que ha ocurrido en los últimos 100 años y no hay ninguna razón para que no se mantenga la tendencia. Si a esto le sumamos el constante incremento en la esperanza de vida, lo que tenemos es que el trabajo ocupará cada vez menos tiempo (en total y en porcentaje) de nuestras vidas. Las quince horas a la semana de las que hablaba John Maynard Keynes en realidad no están tan lejos de nuestra realidad actual (si incluimos en el cálculo el período de vida adulta en el que no trabajamos).

También, como explicábamos en este otro artículo, parece lógico que tengamos más ocupaciones a lo largo de nuestra carrera laboral que nuestros padres. De hecho, lo normal sería que los veinteañeros que ahora se incorporan al mercado cambien de empresa, puesto de trabajo e, incluso, sector económico varias veces antes de jubilarse. Por supuesto, esto les exigirá ser mucho más flexibles y estar abiertos a los cambios de lo que ha sido habitual hasta ahora.

Eso sí, esto nos afectará a todos. Apenas hay puestos de trabajo que no vayan a verse afectados. Nuestras tareas y nuestra actitud tendrán que ser diferentes. Hay determinadas habilidades que ya no valdrán demasiado (recolectar datos, procesarlos, tareas físicas repetitivas…): las máquinas las hacen de forma mucho más eficiente. A cambio, las actividades no predecibles o programables, aquellas que demanden imaginación o las que impliquen un trato más humano, serán cada vez más requeridas. Por ejemplo, pensemos en los taxistas, una de esas profesiones que parecen destinadas a desaparecer: puede que el coche autónomo haga prescindible la tarea de conducir, pero puede haber un nicho de mercado para un servicio que incluya explicar a un turista la ciudad, recomendarle un restaurante en función de sus gustos o darle pistas de barrios-hoteles-museos… Luchar contra lo primero (automatización) es una batalla perdida; la mejor solución es adaptarse. Y aquí tenemos todos que aprender la lección: desde los periodistas (los ordenadores cada vez redactan mejor las notas de prensa, así que habrá que aportar contenido original y no replicable) hasta los informáticos (están programando máquinas que en parte les harán prescindibles).

Por supuesto, no todos los países están igual de preparados para este reto. Ni los mercados laborales ni la normativa son iguales en todos lados. En este punto, cabe preguntarse si España tendrá la flexibilidad necesaria para aprovechar estas oportunidades. Y para hacerlo minimizando el coste del ajuste. Porque ése es otro tema mu importante: pensar que dentro de 15-20 años va a haber más empleos totales no es un consuelo para el trabajador de una fábrica que teme que le sustituya un robot. Saber que se demandarán más empleos de enfermería o desarrollo de sofware no le soluciona la vida a este empleado que hace 25-30 años que desarrolla el mismo oficio. Porque, además, ya no es sólo que este trabajador industrial pueda reciclarse, sino que quiera hacerlo y dedicarse a los sectores que están de moda (desde los cuidados personales a ciertos tipos de comercio). Aquí hay un ajuste mental que puede ser tan importante y complicado como el normativo.

Sin duda, es un reto apasionante aunque no exento de riesgos. Las ciudades y los pueblos de 2070 no serán como los del año 2020. Nadie sabe cómo evolucionarán. Pero pensemos en lo que nos muestran las películas y las series sobre cómo era la España de 1970: el cambio en nuestras casas o empleos ha sido enorme. Lo normal es que dentro de medio siglo miremos hacia atrás y casi no recordemos cómo podíamos vivir sin esos nuevos inventos que ahora ni imaginamos que existirán.

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