El vicepresidente Iglesias, de lo social, acaba de anunciar el propósito del Gobierno de poner en marcha en España alguna variante, si bien todavía sin definir, de la renta garantizada universal, una vieja idea teórica con muy escaso bagaje experimental que, con enfoques distintos, han llegado a compartir desde la izquierda más radical y heterodoxa, esa de la que se reclama Podemos, hasta los economistas académicos adscritos a la obediencia más derechista de la corriente neoclásica, los de la Escuela de Chicago de Milton Friedman, cuya propuesta de crear un impuesto negativo a fin de complementar los salarios más bajos vía transferencias fiscales fue incluida en los primeros programas económicos de Ciudadanos a instancias de Luis Garicano. Dado el grado extremo de muy brumosa imprecisión sobre el alcance del proyecto, resulta más que difícil emitir algo parecido a una opinión fundada a propósito del asunto, sobre todo teniendo en cuenta que estamos a viernes y el columnista ya ha consumido a estas horas su preceptiva cuota de demagogia semanal. Sobre las diferentes materializaciones concretas del principio de la renta básica, la derecha suele concentrar todas sus objeciones en el flanco moral, obviando otras consideraciones de carácter económico de mayor calado conceptual.
Así, y cada vez que se reabre el debate, lo habitual es que desde la opinión conservadora se insista de modo casi exclusivo en los, por lo demás obvios, incentivos a la vagancia que encierran los programas de esas características, una suerte, argumentan, de recreación posmoderna de la sopa boba de los conventos cuando el Antiguo Régimen. Y algo de ello puede haber, por supuesto. Pero, más allá del pesimismo antropológico que lleva a suponer que los perceptores de ese ingreso se abandonarían al ocio vitalicio, procede un segundo enfoque crítico que se centre no en la triste mediocridad ontológica de los trabajadores que no quieren trabajar, sino en la pareja mediocridad no menos ontológica de los empresarios que resultarían subvencionados de forma indirecta para que pudieran seguir produciendo bienes o servicios de ínfimo valor añadido gracias a la financiación desinteresada de los contribuyentes. Porque la idea del complemento salarial, una de las muchas variantes posibles de la cuestión que nos ocupa, no supone más que una subvención encubierta y masiva a los peores empresarios del país, los más vulgares, rutinarios, grises y carentes de creatividad. Por esa vía, lo único que conseguiríamos sería eternizar las lacras estructurales del modelo productivo español.
Que el Estado se dedique a estimular la proliferación de sueldecillos míseros en el sector privado, sueldecillos que no dan para vivir, vía subvenciones indirectas al tipo de actividades empresariales que se fundamentan en esa clase de sueldecillos, que no otra es la filosofía profunda del complemento salarial, sería un puro y simple disparate. Un disparate desde la óptica liberal. Y un disparate desde la óptica socialdemócrata. Un disparate ecuménico, pues. Pero si los tiros de la renta básica que prepara el Gobierno no van por ahí, lo que habría que recordarle al vicepresidente social, y con urgencia, es que España no mora en el limbo de los justos sino en el seno de la Unión Europea, un territorio inmenso sin fronteras interiores poblado por decenas y decenas de millones de pobres de solemnidad en su flanco este. Y que después está Marruecos. Millones y millones de pobres de solemnidad que reaccionarían del modo más veloz y previsible ante la implantación en nuestro país de una renta garantizada universal no condicionada a requisitos muy estrictos, entre los que debería incluirse el arraigo demostrable en el territorio y la nacionalidad. El ministro Garzón, que es hombre con afición y tiempo sobrado para escribir, acaba de producir un libro con un título muy ingenioso que se pregunta por quién vota a la derecha. Pero yo, y antes de lanzarme a aprobar una renta básica en el BOE, me preocuparía más por saber quién vota a la izquierda. Porque a la izquierda le vota esa clase media baja que trabaja mucho y que lleva muy mal, y con razón, que otros se beneficien en exclusiva del fruto de su sacrificio fiscal. Y más si acaban de llegar. Iglesias no lo sabe, pero juega con fuego.