Dos ministros miembros del partido comunista (entre ellos, la ministra de Trabajo), apenas experiencia en el sector privado de la mayoría de sus integrantes y la competencia entre los dos partidos que lo forman por atraer el voto de izquierdas: el Gobierno de coalición PSOE-Podemos no se antoja especialmente tranquilizador para los empresarios españoles. Y, a pesar de las palabras aquí y allá de Nadia Calviño, en las que intenta rebajar el tono de algunos de sus compañeros, no se sabe si para convencer a Bruselas o a la patronal, parece claro que al nuevo Ejecutivo no le molesta esa imagen: en España, tener a los empresarios como enemigos te da puntos en determinados segmentos del electorado.
De hecho, no hay más que ver la forma en la que Pedro Sánchez culpaba esta semana a las grandes superficies por los precios de los alimentos. A pesar de que sólo el 7% de la producción agraria española se vende a través del sector de la distribución, el presidente del Gobierno lo tuvo muy claro a la hora de terciar en la polémica: si los agricultores protestan, la culpa debe ser de Mercadona, Carrefour o Lidl, que no les pagan lo que deberían (aunque no dijo nada acerca de si deberían subir los precios de estos productos básicos a los consumidores para subir los precios en origen).
Así, hay muchos aspectos en los que es inevitable que empresarios y Gobierno choquen. Pero, de todos ellos, el más destacado es el que tiene que ver con las cuestiones laborales. En estas cuatro semanas de Ejecutivo de coalición, la medida más comentada y polémica ha sido la nueva subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) a 950 euros. Para unos, el culpable de los malos datos de empleo que se suceden desde hace al menos tres trimestres; para los otros, una exigencia irrenunciable. El pasado martes, Antonio Garamendi, el presidente de la CEOE, estuvo en Es la Mañana de Federico, en esRadio, donde aseguró que la firma de su organización, junto a sindicatos y Gobierno. en el acuerdo que refrendaba esa medida fue una manera de evitar males mayores: o lo que es lo mismo, con la foto consiguieron que al menos la subida no fuera directamente a los 1.000 euros que buscaban algunos ministros.
Pero más allá de la polémica sobre el SMI, hay cuestiones fundamentales de la normativa laboral en los que las posiciones de empresarios y Gobierno son opuestas. Escuchando a Garamendi salen al menos seis puntos en los que el enfrentamiento parece cantado salvo que unos y otros renuncien a sus posiciones de partida. Y no tiene pinta de que eso vaya a ocurrir.
- Convenios, descuelgue y ultraactividad: aunque los titulares se los llevó la cuestión del despido, la clave de la reforma laboral que aprobó el PP en 2012 estaba en la prioridad que otorgaba a las empresas a la hora de organizarse y relacionarse con los trabajadores. Frente a la normativa anterior, que otorgaba la primacía a los convenios sectoriales o territoriales, el equipo de Fátima Báñez estableció la prioridad del convenio de empresa. La lógica de la medida era que nadie mejor que el empresario y los trabajadores para decidir cómo es la situación real de su negocio y para adaptar los pactos sobre salarios, horarios o condiciones laborales a esa situación, sin que importe lo que hayan pactado patronal y sindicatos para el conjunto del sector. Si a esto se le suma el descuelgue (para que el empresario pueda modificar, con determinadas condiciones, algunos puntos del convenio que se le aplica) y los límites a la ultraactividad (para forzar a la negociación y que los convenios firmados no se eternicen por bloqueo de una de las partes), la reforma de 2012 introdujo una flexibilidad desconocida hasta entonces en el mercado laboral español.
Esta palabra -"flexibilidad"- fue posiblemente la que más repitió Garamendi el pasado martes. Para los empresarios es clave; en primer lugar, porque es importante para cualquier economía moderna. Pero, además, porque en un entorno normativo tan rígido como el español, saben que necesitan esas pequeñas rendijas que la normativa les ofrece. La actividad empresarial está regida por la incertidumbre (y ese proceso de destrucción creativa que define al capitalismo e impulsa el progreso), que obliga a continuos ajustes ante una realidad que los demanda y en la que estos procesos cada vez son más rápidos y afectan a más sectores. Para mantener la competitividad es imprescindible poder reaccionar a ese entorno cambiante.
Por eso, aquí estará la principal batalla entre Gobierno y empresarios. Para el Ejecutivo, es un punto irrenunciable: quieren devolver a las cúpulas de UGT y CCOO el poder que la reforma de 2012 les quitó. Hacer que todo pase, en las relaciones laborales, por el famoso "diálogo social", centralizado, controlado y unificado. Y con foto. Para los empresarios, supondría la vuelta al modelo anterior a 2011-12: el del mercado laboral más rígido de la UE (junto al italiano, el francés o el griego) y que en la anterior crisis se tradujo en la creación de cuatro millones de parados entre 2007 y 2012.
- El despido: como apuntamos, esta cuestión es más llamativa de cara a la opinión pública, aunque en realidad probablemente es menos relevante en el día a día de las empresas. En cualquier caso, sigue siendo un tema importante y también aquí es probable que las posiciones de la nueva ministra de Trabajo y la patronal colisionen. El acuerdo entre PSOE y Podemos habla de "hacer más precisa la definición de las causas económicas, técnicas, organizativas" del despido. O lo que es lo mismo: cambiar la definición incluida en 2012 en el artículo 51 del Estatuto de los Trabajadores (los famosos tres trimestres consecutivos de caída en los ingresos de una empresa).
Aquella reformulación del artículo en 2012 tuvo efectos limitados (entre otras cosas porque muchos tribunales decidieron aplicarla e interpretarla de aquella manera). Además, lo de los tres trimestres de caída de ingresos tiene importancia durante las crisis, pero pierde efectividad en momentos de crecimiento. En resumen, que algo sí mejoraba la situación en términos de menos judicialización de las relaciones laborales y más claridad normativa, pero tampoco era tan relevante a efectos prácticos. El problema es que es justo ahora, con un crecimiento anémico e indicios de posible crisis en el empleo, cuando más relevante puede volverse: habrá empresas que necesiten ajustar su plantilla y para las que un coste disparado en el despido puede ser el empujoncito que les faltaba para echar el cierre (como ocurrió entre 2007 y 2011 con cientos de negocios).
En este sentido, hay que decir que por aquí está a punto de llegar la primera gran reforma del Gobierno: la derogación del despido por absentismo laboral intermitente.
- Subcontratación: éste es el punto en el que el enfrentamiento es más probable. El acuerdo PSOE – Podemos dice claramente que su objetivo es "modificar el art. 42.1 del Estatuto de los Trabajadores sobre contratación y subcontratación laboral a efectos de limitar la subcontratación a servicios especializados ajenos a la actividad principal de la empresa". El ejemplo clásico es el de un hotel que subcontrata el servicio de limpieza: según dice el programa del partido de la ministra de Trabajo "un hotel no puede subcontratar la limpieza de las habitaciones y una empresa que presta servicios masivos no puede subcontratar su servicio de atención al cliente".
Garamendi lo apuntó el pasado martes al menos en dos ocasiones. Y aseguró que no aceptarían un "trágala" en estos puntos. La subcontratación es fundamental porque permite una mínima flexibilidad a las empresas dentro de la rigidez generalizada del mercado. Siguiendo el ejemplo de Podemos: un hotel que subcontrata el servicio de limpieza puede adaptar esa subcontrata a la situación puntual del negocio. Por ejemplo, en períodos de pico de negocio incrementa las horas contratadas y en períodos de menos ocupación, las reduce. O le permite tener parte del personal en plantilla y afrontar los momentos de máxima ocupación con el recurso de la subcontrata para apoyar a ese personal propio. Si le obligan a que todo el personal sea contratado de forma directa, tiene dos opciones: o mantener todo el año un nivel de plantilla que sólo operará al 100% en temporada alta (y estará al 50% en temporada baja) o ir más justo de personal (tendrá una plantilla adecuada en temporada baja pero que no dará abasto en momentos de pico de actividad).
- Formación: hay que reconocer que por aquí las cosas ya estaban tensas antes de la llegada de Díaz. Los empresarios llevan años reclamando cambios en este punto. Y ningún Gobierno les ha hecho demasiado caso. Tampoco parece que el actual vaya a estar muy en sintonía con sus peticiones.
El caso es que cada mes a los trabajadores españoles les cobran el 0,7% de su salario real (el 0,6% que paga la empresa y el 0,1% que paga el trabajador) para formación. Son cerca de 2.000 millones en total que la patronal cree que se desperdician. Sobre todo en el caso de las pymes, es un dinero que no tiene apenas utilidad práctica, encarece el empleo y no sirve para aquello para lo que, en teoría, está destinado. La reivindicación clásica en los empresarios es doble: por un lado, un mercado competitivo en la formación que facilite que empresas y trabajadores actualicen sus conocimientos y se adapten a las nuevas realidades de un entorno muy cambiante; por el otro, abaratar el coste mensual de un servicio que no aprovechan.
Todos los informes internacionales destacan que éste es uno de los grandes agujeros negros del mercado laboral español: empleados que pierden competitividad según se desarrolla su carrera laboral, entre otras cosas porque lo de la formación continua se queda en un eslogan electoral. Y eso por no hablar de la corrupción y la sensación de falta de control en el destino de esos cientos de millones de euros que cada año gastamos en este tema. En esto, el diagnóstico de Gobierno y patronal no está tan lejos. El problema es que las soluciones que unos y otros tienen en la cabeza probablemente tampoco coincidan demasiado.
- FP Dual: entre todos la mataron y ella sola se murió. Aquí hay consenso en que habría que hacer algo, pero al final, por una cosa u otra, esto no arranca. Funciona en algunas regiones (sobre todo, en el País Vasco) y en parte de la gran industria. Pero más allá de unas pocas excepciones, es la eterna asignatura pendiente del mercado laboral español: las empresas encuentran el modelo muy rígido y poco adaptado a sus necesidades. Los Gobiernos tiemblan ante la posibilidad de que alguien les acuse de proporcionar mano de obra barata (y ¡joven!) a las empresas. Las relaciones entre centros formativos y laborales están dominadas por la desconfianza. Y año tras año se repite que la FP es el pariente pobre de la educación española; que en Alemania, Suiza o Austria ésta es la salida natural para millones de estudiantes, que aprenden un oficio, ganan dinero y se integran de forma sencilla en el mercado laboral desde muy jóvenes; o que deberíamos copiar las mejores prácticas de estos países. Los gobiernos echan la culpa a las empresas por no ofrecer oportunidades y la patronal señala a la normativa, a los centros formativos por no escucharles y a unos planes de estudio no adaptados a la realidad. Aquí sí que parece que no cambiará el panorama: dentro de cuatro años, con un nuevo Ejecutivo, todo apunta a que ésta seguirá siendo una queja recurrente.
- Contratación pública y SMI: el SMI es el que es y eso ya nadie lo cambiará. Pero la patronal, que acepta que por ahí no hay vuelta atrás, está metida en otra guerra relacionada y en la que, aunque quizás tenga la razón moral, tiene muy pocas opciones reales de victoria. Garamendi lo explicó el otro día con claridad en esRadio: en muchos servicios públicos que el Estado, las autonomías o los ayuntamientos subcontratan (sí, el sector público lo hace continuamente, aunque luego señale a los empresarios) las concesiones tienen varios años de vigencia. Además, hablamos de sectores de baja cualificación y en los que los pliegos se centran en el coste. Es decir, las administraciones aprietan a las concesionarias al máximo en sus ingresos y les atan con contratos a largo plazo.
En este contexto, la subida del SMI supone, para muchas de estas contratas, entrar en pérdidas. Sus ingresos (el canon o tarifa anual que les paga el ayuntamiento de turno) están congelados por el contrato firmado tras el concurso público; sus gastos (que, en un porcentaje muy alto, son salariales) se han disparado en los últimos tres años. Los empresarios acusan al Gobierno de hacer política social con su cuenta de resultados: el ministro de turno se pone la medalla por subir los salarios por decreto, pero son los empresarios los que en realidad pagan esa medalla. Y piden que los contratos públicos no se actualicen sólo con el IPC (esto es lo habitual) sino con el incremento real en los costes laborales que soportan las empresas que hayan contratado con la administración. En resumen: que ese alcalde que tanto se felicita de la subida de los sueldos bajos se rasque el bolsillo y saque de los presupuestos municipales el dinero para pagar la medida. La petición es lógica, aunque sería discutible cómo llevarla a la práctica para evitar abusos (o que se intente renegociar los términos de una concesión tras haber ganado el concurso). Ahora bien, las posibilidades reales de que los políticos asuman el coste de su retórica, es mínima. Es muy probable que, al menos esto, los empresarios sí lo tengan muy asumido.