Entre junio de 2017 y enero de 2018 tuve la suerte de trabajar como periodista en la Venezuela chavista. Antes de vivir bajo la dictadura comunista que entonces acabó de afianzarse había leído bastante sobre el comunismo y sus efectos sobre los países a los que les toca. Entendía conceptualmente los procesos económicos y sociales que llevan a esta ideología a arruinar las las sociedades en que se impone. Argumentaba contra la lógica demagógica y tramposa del marxismo, y ya sentía una enorme simpatía hacia todas sus víctimas.
Pero el comunismo aún era para mí como una película. Una realidad grotesca inimaginable fuera de los libros de historia, cuya relación con los comunistas de las democracias occidentales no iba más allá de la estética y la retórica.
Asistir en primera persona a la debacle me hizo comprender que no era así. Que el riesgo de las ideas comunistas es algo bien presente y real y que solo los límites a abusos como la expropiación y la persecución del discrepante de los sistemas democráticos funcionales nos separan del horror al que siempre lleva la aplicación de estos preceptos.
Hago esta introducción a propósito del ataque del gobierno del PSOE y Podemos a los supermercados. Culpar a agentes económicos privados de una crisis social es una vieja práctica comunista que no puede dejar de recordarme a uno de los fenómenos más elocuentes que viví en la Venezuela chavista.
La Venezuela chavista impuso al poco tiempo del triunfo de la revolución un control del cambio de divisas que daba al Estado el monopolio en la venta de moneda extranjera, además de la potestad de fijar el precio.
Cuando aquella fulgurante PDVSA que creó la Venezuela democrática prechavista aún sacaba más petróleo que nadie el mundo, el Estado venezolano vendía dólares a un precio irrisorio a casi todos los venezolanos que lo pedían. Pero la politización a la hora elegir empleados de una petrolera cada vez más paupérrima de cuyos dividendos sostenían a una economía cada vez más nacionalizada han acabado por matar a la gallina de los huevos de oro.
El resultado es que no quedaron divisas para casi nadie. Las pocas que adjudicaba el Estado iban a parar a empresarios amigos del régimen, que en lugar de arriesgarse a exportar alimentos y los bienes de primera necesidad para las que se les habían asignado vendían los dólares a precios muy apetecibles en el mercado negro.
Con todas las industrias nacionales hundidas por las nacionalizaciones, los venezolanos habían pasado a depender casi por completo de las exportaciones. Y como al Estado ya no le quedaban dólares que adjudicar, los sufridos empresarios que aún resistían heroicamente habían de buscar las divisas para comprar género en el mercado negro, donde el bolívar caía en picado a diario en medio de la demanda disparada de dólares.
El plan del régimen había sido cubrir las necesidades de la población con las tiendas y supermercados nacionalizados. Pero, como siempre ha ocurrido con este tipo de planes, los negocios confiscados por el gobierno a los empresarios privados estaban siempre vacíos. Quedaban pues los supermercados privados, como antes de la revolución.
En estos supermercados, y en un intento de evitar la especulación, el gobierno había fijado los precios según el coste de los productos, calculado al precio del único dólar que se podía comprar legalmente: el que vendía el Estado. Como el Estado ya no les vendía ningún dólar los empresarios compraban las divisas en el mercado negro, a un precio mucho más elevado que el oficial que les obligaba a romper la ley de precios para seguir ofreciendo género sin arruinarse.
Consciente de que era la única forma de seguir abasteciendo a la población, el gobierno toleraba la ilegalidad. Pero a veces el precio del dólar paralelo llegaba a la estratosfera, y con él los precios de los supermercados privados, que se volvían aún más prohibitivos que de costumbre para desesperación de una población cada vez más empobrecida por la depreciación del bolívar.
Para calmar la indignación del pueblo, el gobierno culpaba entonces a los supermercados, acusando a sus dueños de ser unos especuladores desalmados dispuestos, para hacerse aún más ricos, a dejar morir a los pobres de hambre. Y entonces aplicaba con rigor la ley de precios.
Así lo hizo justo antes de las Navidades de 2018. Batallones enteros de la Policía Nacional y de la Guardia Nacional Bolivariana tomaron esos días los supermercados y obligaron a los empresarios a vender a pérdida al precio impuesto por el gobierno.
Riadas de gente hambrienta se abalanzaba sobre los mostradores y las cajas para llenar la despensa de cara a las fiestas a un precio que podían permitirse. Algunos disfrutaban del saqueo programado insultando a los especuladores y dándole las gracias a Maduro. Otros, seguramente la mayoría, se resignaban a llevarse lo que podían sabiendo que su supervivencia pasaba por la ruina de hombres honrados. Los empresarios, mientras, asistían con espanto al espectáculo, contando en su cabeza las pérdidas.
Días después de la explosión inducida de consumo los supermercados se quedaban vacíos. De gente, pero también de productos. La insostenible ley de precios era de nuevo ignorada, pero ya no importaba: ningún propietario iba arriesgarse a comprar más género sabiendo que los uniformados podían volver al día siguiente a obligarles a regalarlo.
No olvidaré nunca las escenas desesperadas de rapiña, ni la incertidumbre desolada e impotente de tantos empresarios modestos que contra viento y marea hacían la vida mínimamente vivible en Venezuela. Como tampoco olvidaré la visita de un ministro socialista portugués de Exteriores a la nutrida comunidad lusa de Caracas, de la que provienen muchos dueños de supermercados y comercios.
Empezando por el presidente de la comunidad, que acusó al gobierno de Lisboa de venderse por cuatro contratos millonarios a Maduro, los portugueses de Caracas -muchos de ellos madeirenses- le imploraron al ministro que intercediera por ellos ante Maduro. Que antes de hacerse la foto que iba a regalarle mañana al día siguiente dictador le exigiera que pusiera fin a aquel ataque frontal a los empresarios. El ministro esquivó la cuestión, incluso cuando yo le pregunté directamente si se la plantearía a Maduro en su reunión.
Cuento todo esto para que aprecie el lector que la lógica con que Maduro justificaba su ofensiva contra los supermercados es la misma que utiliza ahora el gobierno del PSOE y Podemos en España para atribuir al afán especulador de los súperes las dificultades que atraviesa el campo.
Como hacía Maduro, Sánchez ha acusado a los supermercados de lucrarse de manera inmoral, en este caso a costa de los trabajadores del campo, a los que compran el producto, según el presidente, a un precio de risa si se compara con el que después ofrecen al público.
Este razonamiento espurio típicamente de izquierdas ignora por completo la cadena de valor del producto, como han recordado los dueños de supermercados en España. Y es el mismo que hacía Maduro cuando se preguntaba bramando en la tele en qué afecta el encarecimiento del dólar paralelo al precio de un cambur (plátano) que crece en Venezuela. Como si el cambur no llegara del campo a los súperes en camiones que a veces han de cambiar el embrague o las ruedas.
De momento, el gobierno español se limita a señalar e intimidar a los empresarios que ha convertido en chivo expiatorio de la primera de las muchas crisis sociales que vienen. Pero solo la supervivencia de esas limitaciones constitucionales que Sánchez y sus socios erosionan a diario evitarán que quien ve el mundo como Maduro acabe enviando a la policía a lidiar con los enemigos del pueblo.