Cuando una parte de nuestra agricultura, la menos eficiente, modernizada y competitiva por más señas, se manifiesta en las calles de la capital del país para reclamar del Gobierno que impida a las cadenas de supermercados que bajen los precios de sus productos a los consumidores finales, el conjunto de la población trabajadora española también por más señas, es que definitivamente alguien se ha equivocado de siglo a la hora de plantear sus reivindicaciones a la Administración. Y es que esos eslóganes que estamos escuchando estos días en boca de los airados manifestantes del campo meridional recuerdan demasiado al mundo en el que se desarrolló la tan célebre guerra del trigo en el siglo XIX inglés, cuando los propietarios agrícolas se enfrentaron con los industriales británicos en defensa de las leyes proteccionistas que impedían importar grano del extranjero, lo que a su vez imposibilitaba abaratar los precios de los alimentos en los que los obreros fabriles invertían el grueso de sus salarios.
Aquella guerra del trigo la perdieron, es sabido, los productores agrícolas locales, lo que tuvo como consecuencia histórica que Inglaterra, y tras Inglaterra el resto de Europa y de Occidente, alcanzase un incremento de la riqueza social y de la productividad del trabajo jamás conocido por la Humanidad a lo largo de todos los siglos. Algo, el desarrollo económico sin parangón que caracteriza al mundo moderno, que solo fue posible porque los intereses particularistas y corporativos de un sector económico anclado en la tradición mercantilista, el de la agricultura inglesa, fueron derrotados por los defensores del capitalismo competitivo, un orden económico en el que los asignadores ineficientes no sobreviven en los mercados. Y se puede discutir si eso es cruel, pero lo que no se puede discutir es que una proporción muy notable de la industria española tuvo que desaparecer cuando el ingreso en el entonces Mercado Común, primero, y la posterior adopción del euro como divisa provocaron que su ineficiencia relativa en comparación con otros competidores del norte de Europa la llevase a la quiebra técnica.
Y yo no me imagino al presidente González o al presidente Aznar exigiendo en televisión a las grandes corporaciones industriales alemanas que se hiciesen una autocrítica a fin de evitar que en sus factorías se continuasen produciendo bienes de consumo cada vez más y más asequibles para los consumidores y encima de mejor calidad que los nacionales. Simplemente, no me lo puedo imaginar. Esos agricultores de las pancartas no lo saben y muy probablemente también lo desconozca Pedro Sánchez, pero cada mena marroquí o argelino acogido a la tutela de los servicios sociales del Estado español supone un coste de 3.000 euros mensuales netos para la Administración, dinero que pagamos los contribuyentes (son datos de la Consejería de Bienestar Social de la Generalitat de Cataluña). Sí, 3.000 euros por barba al mes. Y si esos campesinos tan refractarios a la idea de los precios no intervenidos consiguiesen ahora doblarle el pulso al Gobierno de Madrid o a Bruselas, si consiguiesen que Marruecos y Argelia se vieran impedidos de seguir exportando cuatro lechugas y cinco tomates a la Unión Europea, lo que nos van a enviar en la próxima década serán cuatro o cinco millones de menas. ¿O acaso alguien lo duda?