Ante el problema de los precios en origen de los productos agropecuarios, nuestros políticos se han enzarzado en señalar culpables en lugar de proponer soluciones. Lo de siempre. Quienes nacieron para resolver problemas viven de perpetuarlos.
Bien es cierto que no es un problema de hoy, ni causa exclusiva de la subida del SMI, el problema es histórico y cultural, no solo laboral. Tampoco es sólo un problema de desajustes entre el precio mínimo en origen y el precio final. La causa tiene mucho que ver con la percepción negativa que tenemos del campo frente a la positiva de la ciudad.
Desde las migraciones masivas del campo a la ciudad, el desprecio por el campo ha sido una constante. Las causas deben buscarse en un cierto supremacismo urbano sobre la vida en el campo. Pero también por el propio desprecio de la población de los pueblos a su duro medio de vida, frente al mejor remunerado salario laboral de los servicios e industrias ubicados mayoritariamente en ciudades. Ni siquiera el chantaje electoral le es propicio. Para hacerse una idea, en la España actual sólo vive en el campo un 16,2 % de la población, mientras que al final del siglo XVIII ascendía a un 70%. Ese porcentaje de población en constante disminución carece de fuerza electoral para tener mayor peso político.
Y, curiosamente, ahora que la mirada urbana sobre el campo lo revaloraliza, lo hace con una idea de la naturaleza de carácter bucólico, de ecologismo de salón, más propio de postal que de la vida real de nuestros pueblos. Donde más se nota esta falsa apariencia es en el desprecio real al trabajo de nuestros agricultores y ganaderos. Porque el aprecio se nota en el respeto al producto que elabora, y la mejor manera de demostrarlo es pagarlo a precio de mercado, no al precio de plataformas con capital consolidado y capacidad de resistir mucho más que el producto que compra, ya que frutas o verduras son perecederas. Esa debilidad da una ventaja extra al comprador que habría que regularse. De la misma manera que el SMI se fija por ley porque es una garantía mínima para los salarios más bajos, ¿por qué no fijar unos mínimos aceptables sobre sus productos más perecederos para que nuestros agricultores no estén siempre vendidos? Porque lo están tanto si se pierde la cosecha como si ésta es abundante.
No se trata de neutralizar la eficacia de oferta y demanda, ni su capacidad para ser eficientes, pero sí de preservar una actividad laboral imprescindible para la nación entera. Fijan población, son imprescindibles para el cuidado de nuestros bosques, llenan nuestras neveras y despensas. Podríamos prescindir de muchos objetos y servicios de la ciudad, pero no del alimento diario. Ahora que tanto hablamos de la España vaciada, el trabajo del agricultor y del ganadero posee valor añadido. Si no existiesen, habría que inventarlos. Reparen en que la fijación del SMI es una idea surgida del trabajo industrial, del mundo laboral urbano. Y aunque es universal, el acomodado mundo laboral urbano sigue sin valorar las dificultades del hombre del campo. A menudo, incluso ignorado o, aún peor, cuestionado en su relación con la naturaleza. Así se expresa con la crudeza necesaria en el "El Infierno que viene", a propósito del buenismo ecológico de ciudad respeto a la relación incomprendida del campesino con los depredadores naturales:
Subyace un supremacismo de lo urbano sobre lo rural, de manera que el hombre del campo es un cateto, una especie de buen salvaje (…) sosteniendo que es legítimo que el lobo mate a las ovejas, porque algo tienen que comer. Si alguien les quitara un céntimo de su nómina, la montarían parda, pero no pueden entender que quien mejor conserva la naturaleza es el agricultor o el ganadero, que naturalmente vive de la leche o de la carne de su ganado.
¿Cuántos trabajadores de ciudad estarían dispuestos a no cobrar o cobrar menos en función de lo que vendiera la empresa? ¿Por qué, sin embargo, se ignora al campesino y al ganadero?