La izquierda está de enhorabuena. La cumbre del clima y el estreno de nuevos liderazgos en instituciones clave ha dado vía libre a la enésima excusa para convertir Europa en la cuna del intervencionismo a nivel mundial.
Por un lado, Von der Leyen, la nueva presidenta de la Comisión Europea, ya ha advertido de que pondrá el reto climático como el eje central que guiará al Viejo Vontinente durante los próximos años. Y ha ido un paso más allá. A las políticas fiscales a las que ya nos tienen acostumbrados los burócratas europeos, la nueva Comisión apostará por entidades de carácter público para financiar el macroproyecto verde: banca pública, evolución hacia los bonos soberanos, Banco Europeo de Inversiones, etc. No es sencillo financiar 260.000 millones en los próximos años, y por eso, necesitan acudir a nuevos instrumentos de sometimiento de los recursos y ahorros del ciudadano medio.
Por otro, Chirstine Lagarde, nueva presidenta del BCE, ya ha advertido de que va a reenfocar la política monetaria del máximo organismo bancario europeo en enero de 2020. Dado su historial reciente, no me sorprendería en absoluto que se incluyera financiación adicional para este tipo de proyectos en este proceso.
Todo esto, que por sí solo no es negativo, adquiere un tinte sombrío para el futuro de la Unión Europea cuando desaparecen de las intenciones de nuestros gestores palabras como "productividad" o "rentabilidad". Dicho de otra manera, suena a la vuelta a la financiación de enormes proyectos de inversión de rentabilidad dudosa, de los que ya deberíamos estar vacunados.
La Unión Europea ha invertido, desde la salida de la crisis, 3 billones de euros en reactivar su economía por la vía de la demanda agregada. El resultado es un crecimiento muy débil; una inflación que no supera al 1% y una conflictividad social que irá en aumento conforme vaya absorbiendo el repunte del empleo que veremos durante el año que viene.
Nada que ver con los resultados esperados, y sí con la aparición de partidos políticos populistas e incluso de un desapego cada vez mayor hacia el proyecto europeo entre la ciudadanía. Si algo consiguen las grandes políticas de nuestros burócratas es incumplir las promesas hechas al ciudadano una vez tras otra.
Nuestro presidente, Pedro Sánchez, no podía dejar atrás la oportunidad de intervenir aún más nuestra economía, y por eso hace de la lucha contra el clima una bandera de su mandato. No en vano, le bastó un plan de transición energética desordenado y una afronta contra los vehículos diésel para ver cómo las matriculaciones del sector se han desplomado durante un año, penalizadas por este combustible.
Como parece que eso no fue suficiente, en la COP25 ha vuelto a la carga, llegando a afirmar la ministra Teresa Ribera que se podrían generar hasta 350.000 empleos en la próxima década con la transición energética. Así será el enésimo sueño megalómano de este Gobierno, que por el camino no le importa dejarse la prosperidad de sus ciudadanos, con cargo a dos ejes fundamentales.
1. Prescindir de la energía nuclear
La izquierda no atiende a criterios objetivos. Sólo a relatos. Y, como en cada narrativa, tiene que haber un chivo expiatorio. En el caso de la transición energética, es la energía nuclear. Una fuente energética que supone el 7% de la capacidad instalada, y más del 21% de la consumida. O, dicho de otra manera, un manantial de competitividad y seguridad en el suministro que nos permite contar con un sistema energético de primer nivel.
El informe de transición energética, elaborado por expertos en abril de 2018, es claro:
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Prescindir de la energía nuclear supone un aumento de las emisiones de CO2 de casi el 100% y del precio de la electricidad un 20% anual. Eso, en el segundo país con la electricidad más cara de Europa, como ya explicamos aquí.
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Las energías renovables, además de ineficientes en la mayor parte de los casos, son intermitentes. Esto quiere decir que ni la generación por esta vía, ni el autoconsumo, son garantía de que el sistema provea de la demanda de electricidad generada en España durante todo el año. Son las energías nucleares las que garantizan esa seguridad en el suministro y evitan cortes de electricidad.
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Por último, asegura que el desmantelamiento de una central nuclear necesita 6 años entre la parada de actividad de la central y el inicio del mismo, y otros 10 años para ejecutar dicha operación. Dicho de otra manera, si la transición energética comenzara en 2020, el desmantelamiento (y, por lo tanto, la garantía de seguridad que elimina los riesgos de la energía nuclear) no será posible hasta, al menos 2036.
Se trata de una postura compartida por la Agencia Internacional de la Energía, que considera que el cierre de centrales nucleares en los países desarrollados "podría amenazar la seguridad energética y los objetivos de la transición energética hacia fuentes más limpias" por las razones anteriormente descritas.
De hecho, considera que la capacidad de las plantas atómicas debería incrementarse un 80% en todo el mundo para poder lograr los objetivos de París. Concretamente, afirma: "El colapso de la inversión en plantas nucleares nuevas y existentes en las economías avanzadas tendría implicaciones para las emisiones, los costes y la seguridad energética".
Las palabras de la ministra confirman que el plan más sonado de este Gobierno es volver a los años 90 y repetir los mismos errores que nos han llevado a tener una de las facturas energéticas más elevadas de toda la Unión Europea, tanto para familias como para empresas.
Mientras, el Gobierno continúa aprobando varios millones de euros a subvencionar a los mineros del carbón. Ya saben, por aquello de la "justicia social" y la "ayuda a los desfavorecidos".
2. Electrificar la economía
Anhelar el fin del carbón y de los combustibles fósiles por ser las energías más contaminantes es algo con lo que todos estamos de acuerdo. Acabar con ellos es más complicado. Fundamentalmente, porque el sector del transporte es el que más energía consume, casi el 50% del total. A día de hoy, no existen vehículos eléctricos capaces de sustituir a los de combustión, ni en prestaciones, ni en precio. Tampoco hay evolución de los sistemas de movilidad en las ciudades que permita una migración natural hacia la electrificación de los vehículos más intensivos.
Llama la atención, de hecho, que los mismos que echan a las plataformas VTC de sus ciudades, sean los que enarbolen la bandera de la lucha por el clima. Como si una liberalización de la movilidad urbana con conductor, sujeta a restricciones operativas de carácter medioambiental, no fuera una de las herramientas más poderosas parar atajar el problema.
Con una economía inmovilista por naturaleza, es complicado que se desarrollen los mercados adyacentes. El vehículo eléctrico y los puntos de recargas han de ir de la mano, teniendo en cuenta la demanda real existente en el mercado. Ningún político en ningún comité del mundo va a asignar de forma óptima los recursos en ningún mercado, y mucho menos en uno incipiente.
Por lo tanto, la electrificación, tal y como está planteada, es una herramienta que favorecerá a las grandes compañías eléctricas. Unas empresas que, por operar en uno de los oligopolios más regulados del país, pueden derivar los costes adicionales a sus usuarios sin mayor inconveniente que modificar sus sistemas informáticos. Es complicado encontrar un sistema con el 60% de la factura en impuestos. Pero, sin duda, la politización del sector energético lo conseguirá.
El reto medioambiental, por lo tanto, se debe abordar con la tecnología y la responsabilidad individual como herramientas principales. Sólo así el sector privado podrá tener cabida, que es quien mejor conoce la demanda, y los vehículos de inversión surgirán espontáneamente hacia los proyectos rentables. Porque aún estamos a tiempo de que la emergencia climática no se convierta en emergencia económica.