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Las cuatro cifras más absurdas de la odisea de Greta Thunberg

La activista sueca ha tardado tres semanas en hacer un viaje que se puede realizar en unas horas. ¿Le ha salido rentable su gesto al medio ambiente?

La activista sueca ha tardado tres semanas en hacer un viaje que se puede realizar en unas horas. ¿Le ha salido rentable su gesto al medio ambiente?
Greta Thunberg saluda esta semana, a su llegada a Lisboa, desde la cubierta del catamarán en el que ha atravesado el Océano Atlántico. | EFE

Greta Thunberg ha llegado a tiempo para participar en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático de 2019 (COP-25). Ha pasado casi un mes desde que salió de un puerto de Virginia, en EEUU, para cruzar el Océano Atlántico en un catamarán propiedad de una pareja australiana. Tras tres semanas de travesía, el barco llegó a Lisboa el pasado martes. Luego, la joven sueca descansó un par de días antes de partir hacia Madrid en el tren nocturno que une las dos capitales ibéricas. Y este viernes, por fin, a eso de las 9:00 de la mañana, arribaba a la Estación de Chamartín, unas horas antes de la multitudinaria Marcha por el Clima en la que participó.

Casi todo lo que ha rodeado este viaje se ha movido entre dos extremos. En un lado, los adoradores de Thunberg, que la reverencian con una exaltación semi-religiosa, con carteles, cánticos y lemas que hasta hace no tanto tiempo se reservaban para los templos. En el contrario, los que recuerdan que estamos ante una niña de 16 años a la que se le han diagnosticado importantes trastornos neurobiológicos y los que se preguntan si es legítima la utilización (¿explotación?) de su figura por parte de sus padres, de los grandes empresarios que la patrocinan y de los gobiernos de medio mundo.

En medio, una ciudadanía atónita ante una gesta (o gesto) a mitad de camino entre una campaña de publicidad, el deporte de aventura y la reprimenda planetaria. Porque es obvio que lo que se esconde detrás de este viaje no deja de ser una lección de una joven que ha admitido que no espera que todos sigamos su ejemplo, pero que sí quiere marcar la pauta del camino a seguir. Así lo explicaba, esta semana, El País:

Ella aclaró luego ante cientos de simpatizantes y decenas de periodistas que no espera que otros hagan el mismo sacrificio. Pero añadió que su viaje es un mensaje a los poderosos para que tomen medidas cuanto antes para desincentivar prácticas contaminantes.

El "sacrificio" que el joven elegido acepta sufrir para redimir a la humanidad. ¿A qué suena todo esto?

Pero más allá de la discusión sobre la figura de Thunberg, es interesante preguntarse si su viaje tiene algún sentido. O, por expresarlo de otra manera, si es un buen modelo a seguir. Es decir, si la humanidad saldría beneficiada si se generalizase su ejemplo. Hay muchas cifras que invitan a pensar lo contrario. Los siguientes son cuatro datos que nos dicen que la odisea de la joven sueca ha podido ser muy rentable desde el punto de vista publicitario, pero que para salvar al planeta no marcha demasiado bien encaminada.

- 82 años: según la web especializada, Our World in Data, en 1800, la esperanza de vida no llegaba a los 40 años en ningún país del mundo, ni siquiera en los más ricos e industrializados. Ahora, la media a nivel mundial es de 71 años, aunque en todos los países occidentales supera los 80. En Suecia, país de origen de Thunberg, hablamos de 82 años de esperanza de vida.

También el uso de energía se ha disparado en los últimos dos siglos: de 5.762 TWh en 1800 a 153.595 TWh en 2017.

Es cierto que, como recuerdan constantemente los estadísticos, correlación no es igual a causalidad. Y tampoco en esto hay una relación lineal: usar más energía per cápita no disparará la estadística de esperanza de vida de un país. Si así fuera, EEUU estaría a la cabeza de ambas tablas, cuando son Japón, España, Francia o Italia los que dominan la clasificación de países por esperanza de vida aunque tienen un consumo medio de energía por habitante más bajo que en otros lugares.

Y sí, la energía se puede usar para el bien (un quirófano iluminado) o para el mal (una bomba nuclear o un plan soviético de regadío que termina desecando el Mar de Aral). Pero, en general, ha sido una fuente de progreso. El incremento en la población mundial, que ha pasado desde los apenas 1.000 millones de 1800 a los más de 7.000 millones de la actualidad, y la mejora en todos los indicadores de bienestar a los que podemos recurrir (esperanza de vida, renta per cápita, años de escolarización, acceso al agua potable, reducción de la violencia…) no habrían sido posibles sin un uso masivo de las fuentes de energía. De todas, pero sobre todo de las energías fósiles, que han sido las más accesibles y baratas durante décadas.

¿De vuelta a la cueva?

En este sentido, lo más extraño del viaje de Greta es, precisamente, el formato y los medios de transporte elegidos. Si lo miramos con un poco de distancia, no se entiende muy bien qué lección quería ofrecer.

Desde hace miles de años, el ser humano ha intentado protegerse ante los fenómenos naturales. Y lo ha hecho usando su imaginación y con la energía como principal aliado. Nuestros antepasados en las cavernas podían tener una tecnología muy poco avanzada (apenas el dominio del fuego y unas pocas herramientas de mano) pero ya entonces sabían que debían aplicarla para alejarse de una naturaleza que por una parte es nuestra aliada, porque nos garantiza el sustento diario, pero también puede convertirse en el principal peligro para nuestras vidas. Si miramos a su fin último, encender una hoguera a la entrada de una cueva es tan antinatural y tan artificial como tener una casa con domótica. Lo natural habría sido quedarse en el bosque, con los monos. Pero el ser humano decidió desde un inicio que no quería ser otro mono y que quería superar los límites que aquella naturaleza le imponía.

Por eso suena tan extraño que alguien decida arriesgarse de esa manera y meter en un barco, durante tres semanas (por no hablar del viaje de ida), a una joven de 16 años para hacer que cruce el Atlántico Norte en mitad de uno de los otoños más complicados, por la meteorología, que se recuerdan. Y que rechace uno de los mejores inventos que la humanidad se ha dado nunca: el avión, un medio de transporte seguro, barato para lo que aporta y muy veloz. Exactamente, ¿qué querían demostrar con esta idea?

- 4.100 millones: como ya hemos dicho, Greta declaró, nada más llegar a Lisboa, que no esperaba que nadie más siguiera su ejemplo. Pero entonces no queda claro para qué lo hizo, porque se supone que los modelos sirven para imitarse.

Esta idea de que hay que dejar de volar (o de usar otros muchos inventos y avances tecnológicos) tendría unas implicaciones enormes en nuestras vidas. Según cifras de la IATA, en 2017, cogieron un avión 4.100 millones de personas en todo el mundo (un récord que, probablemente, se superará este año). ¿Sería bueno que todos ellos o la mitad o la cuarta parte dejaran de hacerlo?

Pues no parece una buena idea. Por una parte, la decisión de dónde pasar las vacaciones debería ser de cada uno de nosotros. Sí, es justo que paguemos por todos aquellos costes que generamos, también por la contaminación (como veremos en el siguiente epígrafe), pero a partir de ahí, no parece que acabar con los viajes en avión sea una iniciativa demasiado provechosa.

Para empezar, se reducirían las relaciones entre países y comunidades. El turismo, el comercio o la inmigración nos han traído un planeta más conectado, más unido, más dependiente en el mejor sentido de la palabra, más pequeño. Esto tiene retos, qué duda cabe, pero son muchas menos las consecuencias negativas que positivas. Imaginemos qué ocurriría si estuviéramos más alejados de nuestros congéneres, a los que apenas veríamos ni conoceríamos porque no nos mezclaríamos en aeropuertos, playas, despachos y museos. No vivimos en un mundo perfecto; pero, si nos alejamos unos de otros, tendremos menos confianza es nuestros vecinos de planeta, menos riqueza procedente del intercambio y la especialización, menos actividad económica…

Pero, además, hay un aspecto importante: ¿es "sostenible", por usar esa palabra que ahora tanto gusta, el modelo de vida de Greta? Pues tampoco lo parece. Si esos cientos de millones de personas que ahora hacen ese turismo convencional que ella desprecia con sus actos intentasen replicar su viaje, el impacto en el medio ambiente, esta vez sí, sería terrible: imaginemos miles o millones de barcos cruzando el Atlántico cada año: de dónde sacarían el material para construirlos, cuántos desperdicios acumularían, qué impacto tendrían estos viajes en la vida de la fauna marítima…

Ya sabemos que eso no ocurrirá. Pero ahí también surge una pregunta interesante: el de un "modelo" de conducta que sólo es sostenible si lo hace una reducidísima élite, que se significa y da lecciones con un estilo de vida que sería imposible que todos imitásemos. Los verdaderos expertos en medio ambiente llevan años explicando que, si de verdad hablamos de "sostenibilidad", los ejemplos que aparecen en las fotos de las portadas no suelen ser los más adecuados (al menos, si admitimos que todos tenemos derecho a ellos, no sólo unos pocos privilegiados).

Por resumirlo en una imagen: lo sostenible es Benidorm, donde cientos de miles de veraneantes pasan sus vacaciones aprovechando al máximo las infraestructuras existentes (carreteras, alumbrado, suministros básicos…). Un tipo en una cabaña de madera en mitad de la montaña queda muy bien para Instagram, pero si todos tratásemos de imitarle, entonces sí arrasaríamos ese medio ambiente que en teoría se quiere proteger.

De nuevo, esto no quiere decir que, durante nuestras vacaciones, tengamos que ir todos a la playa y a los destinos más populares o recluirnos en una tienda de campaña en una montaña perdida. Que cada cual elija según sus gustos. Pero, eso sí, las lecciones del ecologismo moderno tendrían unas derivadas, si se generalizasen, que sus promotores casi nunca explican.

- 5.250 dólares: tres semanas en barco, a 35 horas a la semana (tomamos una jornada laboral corta), teniendo en cuenta que la productividad media del trabajador medio sueco asciende a unos 50 dólares la hora (y aquí no contaremos a los acompañantes): el resultado es que, si el compatriota medio de Thunberg la imitara, se produciría una pérdida total (no sólo para él, sino para el conjunto de la economía) de 5.250 dólares con una reducción mínima del CO2 emitido a la atmósfera. Y a eso habría que añadir los costes de construir el barco, los suministros de esas tres semanas, etc.

Pero aquí nos centraremos en el tiempo perdido. Porque el tiempo es dinero y es tecnología desarrollada, horas de I+D, creatividad, nuevas formas de uso de la energía... Los recursos son limitados y, de entre todos ellos, el más limitado y, también, el que nos otorga posibilidades infinitas es la imaginación del ser humano. No deberíamos malgastarlo así. Por eso, si uno tiene una reunión en Nueva York y otra en Madrid, lo más eficiente, barato y sostenible es que vuele en avión.

Meterse en un barco durante un mes puede ser un pasatiempo o una forma de retarse a uno mismo. Si es hubiera sido la motivación de Thunberg, no habría nada que decir: sería uno más de esos aventureros a los que les apasiona ponerse a prueba, como esos nadadores que cruzan el Canal de la Mancha o los escaladores que acumulan ochomiles.

Pero esto no tiene nada que ver. Su odisea por el Atlántico no buscaba ese objetivo. La idea es señalarnos y acusarnos; decirnos que tenemos que viajar menos y dejar a un lado algunos de los mejores inventos que nunca hemos tenido a nuestra disposición.

Como toda externalidad, los residuos de las energías fósiles suponen un problema: el usuario internaliza sus beneficios (viajar rápido y seguro) y externaliza los perjuicios (contaminación). No es sencillo, pero hay formas mucho más eficaces de tratar ese desequilibrio que con la prohibición o la limitación: la más lógica es fijar un precio. Si cada avión que surque los cielos tiene que pagar un pequeño extra por los efectos que genera en el medioambiente, casi todos los incentivos estarán bien alineados.

Por un lado, las aerolíneas invertirían en aeronaves lo menos contaminantes posibles (o, incluso, que pudieran volar sin combustibles fósiles o que sólo los usaran para el despegue).

Y los precios algo más elevados animarían a algunos pasajeros a buscar alternativas. No todos dejarían de viajar en avión. Probablemente, la reducción en el tráfico aéreo sería muy pequeña. Pero la medida sí haría que volar implicase asumir todos los costes: a partir de ahí, sería algo más rentable el uso de teleconferencias, el turismo de proximidad o el consumo de cercanías. Sin prohibiciones y sin ejemplos exagerados, todos tendríamos un pequeño incentivo a reducir el uso de combustibles fósiles.

- 19,67 billones: además, viajar menos en avión también tendría un coste indirecto. Como decíamos anteriormente, el crecimiento económico de los últimos dos siglos, con las espectaculares mejoras en el nivel de vida que ha traído aparejado, ha sido una de las consecuencias de los grandes avances en el uso de la energía, desde la Revolución Industrial hasta nuestros días.

Pero esos avances no han caído del cielo: han sido fruto del trabajo de miles de seres humanos que han cooperado, a veces sin saberlo, desde todos los rincones del globo. La humanidad crece en parte por imitación (todos hacemos aquello que vemos que funciona), en parte por colaboración (los mejores ingenieros se reúnen para poner en común su conocimiento y unos aprenden de otros) y también por la especialización que trae la división del trabajo (y que sería mucho más limitada sin nuestros medios de transporte).

Sin esa imitación (imposible sin el comercio) y esa colaboración (para la que es inevitable el transporte, las tecnologías de la comunicación y el uso de energía) todavía estaríamos en 1750, empezando a intuir los beneficios de las primeras máquinas de vapor.

Según la Organización Mundial del Comercio, en 2018 el comercio mundial (sólo el internacional, es decir: exportaciones a otros países) produjo un intercambio de mercancías por valor de 19,67 billones de dólares. Y a eso habría que sumarle los servicios y otras transferencias de rentas entre países. ¿De verdad queremos terminar con esa globalización que tantos beneficios ha generado?

Por ejemplo, pensemos en Thunberg y en su estilo de vida: sabemos que viaja en medios de transporte no contaminantes y que es vegana. Es evidente que éste es un modelo de vida que sólo puede mantener gracias a las tecnologías que desprecia.

Así, el catamarán que la trajo a Lisboa se pudo desarrollar gracias al trabajo conjunto, durante decenas de años, de cientos de ingenieros, empresas e inventores que poco a poco fueron perfeccionando la tecnología naval. Y todos ellos se comunicaron, trabajaron e intercambiaron información gracias al carbón y al petróleo; a la electricidad que encendía sus ordenadores, la gasolina que les llevaba en coche al trabajo y la calefacción que les alejaba de las enfermedades en invierno; a las grandes empresas que les empleaban y financiaban sus investigaciones; a las industrias en las que se ensamblaban los componentes de sus inventos.

Aquí volvemos casi al principio, pero no está de más recordarlo: todas las innovaciones de las que disfrutamos –también aquellos inventos verdes de los que presume Thunberg, desde el papel reciclado a la agricultura ecológica, pasando por los coches eléctricos o la ropa de acampada– son fruto de un crecimiento económico que no se habría producido sin un uso intensivo de la energía.

En este punto, además, habría que ver con qué materiales se ha construido ese catamarán y cuánta energía se ha necesitado para producirlo. Porque, a lo mejor, la huella ecológica neta per cápita de un puñado de ricos occidentales cruzando el océano en barco es muy superior a la de cada una de las 300 personas que se apiñan en un vuelo transoceánico.

Y algo parecido podría decirse del veganismo, esa moda que se vende como natural cuando es lo más artificial que podamos imaginar. Por supuesto, cada uno puede decidir comer lo que quiera. Pero no nos engañemos: cuando el ser humano estaba en contacto de verdad con la naturaleza, comía y cazaba animales para alimentarse, vestirse, calentarse... Sólo una sociedad tan rica como la de 2019 puede permitirse los complementos nutricionales que las páginas especializadas en veganismo-vegetarianismo recomiendan o la variedad de materias primas (plantas, semillas, algas, vegetales, frutas, derivados de los vegetales…) que pone a nuestra disposición ese capitalismo tan denostado.

En Suecia, en el año 1800, ser vegano probablemente no era una alternativa. Los cereales y los vegetales a disposición de los antepasados de Thunberg quizás no tenían los nutrientes necesarios. De hecho, el alargamiento de la esperanza de vida de los últimos dos siglos está directamente relacionado con el incremento en el consumo de calorías (sí, también de los animales) y con la variedad en los alimentos que comemos.

Las ensaladas de quinoa (un alimento original de los Andes), las hamburguesas de tofu o la leche de soja son capitalismo, comercio, globalización, energía, transporte, combustibles fósiles… en formato tetrabrik. Natural es cazar un reno con una lanza y asarlo en una hoguera. Un complemento vitamínico B12 es lo más artificial y alejado del medioambiente que podamos imaginar.

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