Es inevitable que, cuando hablamos de crisis demográfica, pensemos en los extremos. En los niños y en los ancianos. En un futuro no muy lejano en el que España será uno de los países más envejecidos del mundo, con muchos jubilados y pocos escolares. Y sí, esa imagen es cierta. Incluso aunque la inmigración o un cambio en la natalidad cambien la tendencia (y está por ver que eso vaya a ocurrir), los grandes movimientos demográficos ya están en marcha y será complicado modificarlos sustancialmente a medio plazo: los ochentones de mediados de siglo ya han nacido y vivirán muchos años; y no hay tantos jóvenes en España como para que, incluso si se ponen a tener hijos desde ya, se revierta esa situación con facilidad. Según las previsiones del INE, en 2057 habrá en España más personas mayores de 80 años que menores de 16.
Pero la vitalidad de un país tiene que tener en cuenta elementos que van más allá de sus niños y ancianos. De hecho, es la población adulta joven o de mediana edad, la que ocupa el centro de los análisis económicos. Son ellos los que más consumen, los que planifican el futuro generando el ahorro que necesitan los nuevos proyectos, los que compran viviendas y tienen hijos con los que ocuparlas, los que fundan empresas, los que nutren la parte más activa del mercado laboral: son el motor que mueve una sociedad. Pues bien, entre 1999 y 2019, la población nacida en España entre 20 y 40 años de edad se ha desplomado un 29%. Sí, ahora mismo tenemos en todas las provincias españolas menos habitantes de esas edades que hace dos décadas. En realidad, muchos menos. Y es lógico: si nacieron muchos más niños en la década de los 60 y 70 que en las de los 80 y 90, llega un momento en el que no hay relevo. La inmigración recibida entre 1995 y 2007 pudo paliar algo esa tendencia, aunque con matices. Pero la foto general no deja lugar a dudas: la composición demográfica de los españoles ya ha cambiado. El grupo dominante ya no es el de los veinteañeros y los treintañeros, como ha ocurrido casi siempre y en casi todos los países. Ahora mandan los cuarentones y los cincuentones, los hijos del baby-boom. Y las consecuencias ya empiezan a ser visibles.
Las cifras
Sobre demografía hay muchas cifras. Para este artículo vamos a dejar a un lado las de nacimientos y defunciones, niños y ancianos, y nos vamos a centrar en las de la población de mediana edad. Porque ahí tenemos un problema que ya está empezando a tomar cuerpo en España. No hay que irse a 2050: en estos momentos, la población de adultos jóvenes en nuestro país ya está decreciendo. Los datos están cogidos de una conferencia que Alejandro Macarrón, ingeniero, consultor empresarial y director de la Fundación Renacimiento Demográfico, ofreció hace unos días en Madrid. Macarrón, es uno de los grandes expertos en demografía en España y autor del libro Suicidio demográfico en Occidente y medio mundo.
La población residente en España (nacionales más inmigrantes) de 25 a 40 años tocó su máximo en 2008. A partir de ese momento, comenzó a caer. De hecho, ahora mismo, apenas una década después de aquel momento, tenemos un 22% menos de habitantes en esa franja de edad que entonces debido a dos causas: se comienza a notar el desplome de natalidad que comienza en los 80 y, además, hubo mucha población inmigrante que salió de España con la crisis. Si no hay un flujo de inmigración en los próximos años, la tendencia se acelerará y llegaremos a 2027 con un 40% menos de habitantes de 25 a 40 años que en 2008.
Hablamos de muchos millones de personas. Por ejemplo, si cogemos la población de 30 a 39 años, en 2010 había en España 8,2 millones de personas, de los que 6,4 habían nacido en nuestro país. En 2020, las cifras serán de 6 millones de personas de los que 4,7 habrán nacido en España. Es un descenso brutal en una sola década.
Los siguientes gráficos reflejan sólo una parte del problema, pero son muy significativos:
En 1976, el 63% de los habitantes españoles tenía menos de 40 años. En 2018, ya son menos de la mitad. En 2057, si se mantiene la actual tendencia, será apenas el 30%. La pirámide se habrá invertido, con una base muy estrecha y una parte superior mucho más ancha.
El número de habitantes nacidos en España de 20 a 40 años se ha desplomado un 29%. Sí, es cierto que el resultado total se amortigua con la inmigración, aunque ni siquiera este fenómeno es capaz de detener el declive. En nueve provincias, el descenso es superior al 40%.
Las predicciones muy largo plazo son complicadas. Pero a 20-30 años no lo son tanto, porque los que vivirán en 2050 ya han nacido (o no han nacido en el caso de los treintañeros). Si las tendencias en natalidad se mantienen, dentro de tres décadas vivirán en España un 40% menos de adultos jóvenes (de 18 a 40 años) que hoy (en este gráfico, Macarrón incluye el dato de Asturias porque tiene el triste récord de ser la región con la menor tasa de fecundidad de España y Europa).
En nuestro país, ya hay más personas de edad comprendida entre los 54 y los 65 años que entre 20 y 30. O lo que es lo mismo, nuestro mercado laboral ya empieza a estar envejecido, con todo lo que eso conlleva.
Este gráfico muestra el número de personas en edad de trabajar (de 20 a 67 años) respecto al número de personas en edad de estar jubilados (67 años a partir de 2027). A mediados de siglo, incluso con inmigración, estaremos cerca del 1 a 1: y hablamos de personas en edad de trabajar, no de trabajadores (hay que descontar los estudiantes, los que estén en paro y los inactivos).
Las consecuencias
Todo esto no tiene una traducción sólo en términos demográficos. También por ahí es grave, porque hablamos de una sociedad envejecida, con menos jóvenes y en la que se nota la pérdida de las estructuras familiares clásicas. Macarrón hace una cuenta interesante: si la media de hermanos por familia es de 4, una persona puede esperar tener 3 hermanos, 24 primos, 6 tíos, 12 sobrinos y 16 nietos (en total, más de 60 familiares directos). Si la media de hijos pasa a ser de 1,3 (como en la actualidad) esa familia se reduce a 0,3 hermanos, 0,8 primos, 0,6 tíos, 0,4 sobrinos y 1,7 nietos: redondeando, la familia española del futuro estará formada por 5-6 miembros en total. Como decía en 2012 Tomás Burgos, secretario de Estado de la Seguridad Social en aquel momento: "Vamos a pasar del abuelo que cuidaba a cuatro nietos al nieto vigilado por cuatro abuelos".
Pero, además, esto tiene una traducción económica. Para empezar, en términos de crecimiento: en EEUU, el PIB se ha multiplicado por seis entre 1955 y 2015; pues bien, la mitad de ese crecimiento ha venido de la mano de la productividad, pero la otra mitad se debe al incremento en el número de trabajadores. Como explica Macarrón "si no hubiera habido crecimiento demográfico, y aun sin evaluar componentes de la productividad ligados a la demografía como las economías de escala, la economía de EEUU sería ahora un 58% inferior". En España, la productividad lleva estancada al menos dos décadas y es legítimo preguntarse si parte de esa tendencia puede deberse a los cambios demográficos sufridos (indudablemente, sería sólo un factor añadido a otras cuestiones más presentes en el debate, de las disfunciones del mercado laboral a las rigideces en numerosos sectores).
Y no es sólo una cuestión de fuerza bruta o de número de nuevos trabajadores. Los adultos jóvenes son los empleados más productivos en la mayoría de las economías: tienen más empuje, más capacidad de trabajo, más iniciativa, son más propensos a cambiar de empleo o sector en la búsqueda de oportunidades, tienen tasas de creación de empresas más altas… En esta presentación del Banco de España, los autores recuerdan que "el envejecimiento poblacional se asocia a menores tasas de empleo e innovación, con un impacto negativo sobre el crecimiento económico". Siempre es complicado medir la magnitud de un efecto de este tipo, depende de la economía y la estructura productiva, pero podemos estar hablando de un impacto de varias décimas de PIB al año, lo que en el acumulado, en el medio plazo, nos generaría un país mucho menos rico a futuro.
Hay habilidades que el mercado laboral reclama, como la planificación y la organización, en las que los trabajadores más mayores son mejores que los jóvenes. Pero en la mayoría de las habilidades necesarias (conocimientos de nuevas tecnologías y capacidad de adaptación, dominio de herramientas matemáticas, capacidad de esfuerzo) los jóvenes tienen una ventaja. Así lo expresan los autores del Informe Anual del Banco de España 2018, que reserva un capítulo a las "consecuencias económicas de los cambios demográficos":
Las habilidades cognitivas necesarias para el uso de las nuevas tecnologías están menos presentes entre los trabajadores de mayor edad, debido a que han venido acumulando menos capital humano que generaciones posteriores y también a que la depreciación de este tipo de capital se incrementa con la edad.
Hasta aquí, lo que tiene que ver con el mercado laboral. Pero hay muchos más impactos en la economía derivados del envejecimiento de la población. También cambian los hábitos de consumo: así, los grupos de población que más gastan en bienes como ropa o calzado son los situados entre 35 y 55 años. A partir de esa edad, el gasto en este tipo de bienes (y también en otros, como tecnología, viajes, ocio…) se desploma. Y lo mismo puede decirse de la compra de vivienda o la inversión financiera: son los jóvenes adultos los que generan el grueso de este tipo de ahorro-inversión tan necesaria en una sociedad.
A cambio, en los países más envejecidos, el gasto se tiende a concentrar en bienes en los que el Estado tiene una gran presencia, como proveedor directo o como financiador: salud y servicios de cuidados. En España, por ejemplo, más del 80% del gasto farmacéutico lo generan los habitantes de más de 65 años (que rondan el 20% de la población total). Aquí se produce un problema grave de incentivos, porque la recaudación de impuestos se concentra en los grupos de edad que menos disfrutan de los servicios del Estado. Por lo tanto, la capacidad del mismo para incrementar los tributos se ve mermada (si aprieta mucho la soga, corre el riesgo de que haya una fuga de cerebros real). Pero al mismo tiempo, el electorado está cada vez más envejecido y reclama de los poderes públicos más gasto en estos apartados. Es una fórmula endiablada desde el punto de vista político y social.
A cambio, el envejecimiento de la población y el descenso en el número de jóvenes adultos puede tener algunas ventajas: menos presión en el mercado de trabajo, menos paro para estas cohortes de población a medio plazo, descenso en el precio de la vivienda porque hay menos demanda… No parece, sin embargo, que esos efectos positivos compensen los negativos que se derivan de una sociedad más envejecida, menos emprendedora, menos abierta al riesgo y a la innovación. Es el futuro en el que ya estamos entrando. Hace ya más de una década que España no es un país de jóvenes, aunque quizás no nos hayamos dado cuenta todavía.