Nunca tantas personas habían vivido a la vez en el planeta con tanta salud y sin sufrir extrema pobreza. También es cierto que cada año se sigue emitiendo a la atmósfera más y más CO2. El clima siempre ha cambiado, el clima estable y natural no existe, no ha existido y no existirá salvo en el imaginario colectivo. También es verdad que los humanos han pasado por épocas más cálidas que ésta (generalmente propicias), pero muy probablemente estemos viviendo la primera vez que influimos de manera sensible en el clima. Si estamos en el Antropoceno o no, habrá que dejarlo a la discusión de los geólogos.
La órbita solar, las emisiones volcánicas o los impactos de asteroides son factores que han venido afectando al clima terrestre. La emisión de gases con efecto invernadero ha propiciado el cambio más abrupto en los últimos 15.000 años, cuando se dio el Dryas Reciente y nació la agricultura. La temperatura global ha aumentado casi 1°C en los últimos 100 años y la mayor parte de este incremento se ha dado en los últimos 35. ¿Es hora de renunciar al progreso, o de dar un paso más allá?
El pasado día 16, en el Congreso de los Diputados se declaró, casi por unanimidad (y rozando la clandestinidad) la emergencia climática. Sólo Vox estuvo en contra. Esta declaración se hizo la noche del día en que la Casa Real certificó el fin de la legislatura sin leyes. Nadie al día siguiente habló de esta declaración, que sin embargo ya se puede invocar, y así se ha hecho en varios Parlamentos autonómicos.
Existe, pues, un mandato popular para tomar decisiones urgentes, excepcionales y drásticas. España es así, junto con Irlanda, Canadá, Francia y Argentina (más el legislativo del Reino Unido), uno de los países pioneros que priorizan la reducción de emisiones de CO2.
En otoño de 1994, cuando algunos llegábamos a la universidad, los jóvenes de entonces se manifestaban contra la pobreza en el mundo. El berrinche era por la recaudación del 0,7% en impuestos para entregarlo al desarrollo de los países pobres. Veinticinco años después, la extrema pobreza en el mundo casi se ha erradicado, de la mano del comercio, la libertad y la cooperación comercial. No sé si los movilizados de entonces celebran el éxito, los medios empleados fueron efectivos, pero nada tenían que ver con lo que pedían sus cartas a los Reyes Magos. Cayó el Muro, avanzó la prosperidad y pocos se acordaban ya de la lucha contra el hambre que tiempo atrás abanderaban Michael Jackson y Bob Geldof.
Algunos materialistas tienden a ver la realidad de manera estática en sus recursos y en permanente conflicto entre las partes; con ese panorama, es lógico prever de nuevo otro desastre malthusiano: poca tierra y alimentos para tanta población ayer (1.000 millones de personas en 1800), demasiada población mañana que no quiere ser pobre para que se reduzcan las emisiones de CO2 (más de 10.000 millones de personas después de 2050).
Estos cenizos catastróficos vuelven a ignorar, como ayer, la capacidad del capital humano, que siempre logra hacer más con menos. Más eficiencia energética, nuevas fuentes de energía y captura de CO2 están por llegar. El capital humano y la capacidad para adaptarse a nuevas circunstancias en libertad es la materia prima del crecimiento casi ilimitado del capitalismo.
Si la tecnología no crece al ritmo requerido, las restricciones que hoy se plantean no serán suficientes. Me sigue causando sorpresa por qué tantos en política van a los años 30 como las moscas a lo suyo: el New Deal aumentó la cuota de poder de los políticos pero no se puede decir que trajera prosperidad, las economías no pudieron despegar hasta la Segunda Guerra Mundial y la consiguiente reconstrucción, cuando la lucha por los recursos limitados y el fanatismo dejaron paso a la libertad y a la cooperación comercial e industrial.
Aún no estamos en ningún estado de emergencia, si lo estuviéramos veríamos reducción del gasto público, subidas de tipos de interés, restricción de la natalidad y de la esperanza de vida, además de un racionamiento de los bienes y servicios con mayor huella de carbono.
Si de verdad estuviésemos tan acuciados, atacar las tecnologías de las empresas que más eficiencia generan no contribuiría a evitar el desastre, al contrario, desmantelar abruptamente el tejido industrial y construir otro que es una incógnita sería un escenario nada ecologista, poco social e impropio de una transición razonable. Como mucho, sería otra oportunidad más para acabar con el sistema para aquellos que ayer querían que no se pagaran las hipotecas y que cayeran los bancos.
Otros mundos son posibles, y el clima, las hipotecas, los refugiados o la deuda pública son en demasiados casos sólo herramientas para desbordar las sociedades –como pide Laclau– y así cambiar de un modo definitivo la vida de las personas.
Entre tanto, las restricciones que se proyectan en los países ricos harían que determinados bienes y servicios fueran aún más inaccesibles para los pobres y quizá la clase media. Usar un coche, viajar en avión o comer carne pueden ser mañana un símbolo de status como consecuencia de las opiniones lujosas de hoy que apenas se discuten. En los países pobres, renunciar a la energía barata equivale a renunciar a la vida de millones de personas.
Greta Thunberg no es Michael Jackson, aunque sean varios los paralelismos, Michael fue el rey del pop y sabía bailar, cantar y componer. En su evidente falta de idoneidad para dictar políticas de gobierno sí coinciden. Pero heal the world, make a better place.