El supremo temor de Bruselas y de Frankfurt –la sede del BCE–, que Europa termine también paralizada en medio de un inexplicable estancamiento crónico similar al que arrostra la economía de Japón desde principios de la década de los noventa, cada día que pasa está más cerca de materializarse en la realidad. Tan, tan cerca de materializarse está que todos esos heterodoxos movimientos extravagantes que han marcado el mandato de Draghi al frente de la política monetaria de la UE, el último de los cuales acaba de realizarse ahora mismo, no son más que la repetición calcada, y con apenas un lustro de diferencia, de cuanto ya hiciera en su día el Banco Central de Japón con idéntico objetivo. Porque todo lo que estamos experimentando en Europa para tratar de salir de ese pozo del crecimiento cero ya lo ha probado Japón. Y todo ha fallado. Todo, absolutamente todo. Los tipos de interés negativos y la llamada flexibilización cuantitativa, el convertir a los bancos centrales en compradores compulsivos e indiscriminados de toneladas de títulos de deuda pública y privada, no son inventos ni de Draghi ni de la Reserva Federal, sino de los japoneses.
Idearon eso para tratar de acabar con la atonía permanente del consumo y de la inversión. Pero ni el dinero gratis sirvió para que empresas y particulares renunciasen a su común reticencia a consumir e invertir. Han probado eso y han probado más cosas. De hecho, lo han probado ya todo. En Japón han mezclado las recetas convencionales de la síntesis keynesiana académica, vía enormes inversiones en infraestructuras públicas que tratasen de compensar la ausencia de inversión privada, con medidas típicamente liberales, como las grandes bajadas de impuestos a las empresas y a las rentas altas, todo ello sazonado con las preceptivas desregulaciones del mercado laboral, que han acabado con el viejo modelo paternal de los empleos corporativos garantizados de por vida. ¿El resultado de tantas y tantas reformas? Nada. Nada de nada. El país sigue igual de paralizado que en 1990, instante en que el asombroso crecimiento japonés iniciado en la posguerra, un espectacular 11% de promedio anual que ni siquiera los chinos han sido capaces de igualar nunca, se frenó en seco.
Y por motivos aún hoy incomprensibles. Porque nadie sabe en realidad cuál es la razón última de que ocurra lo que ocurre. Lo único que se sabe es que puede repetirse aquí. El gran problema es ese, que, empezando por los economistas, nadie entiende de verdad lo que pasa. Se suponía que el estratosférico incremento de los billetes de banco que han estado imprimiendo sin parar los bancos centrales desde 2008 tendría que haber provocado en algún momento que se disparase la inflación. Pero está ocurriendo justo lo contrario: no sólo no hay ni rastro de inflación, sino que el BCE aún teme a la deflación. Se suponía que la llamada austeridad, pese a sus estragos sobre la población, tendría que haber provocado la recuperación de la confianza empresarial en Europa. Pero tras tantos sacrificios el PIB de la UE ya vuelve a adoptar una gráfica de encefalograma plano. Y así todo. Japón es nuestro futuro. Y da miedo.