Una de las pocas cosas que conocemos con toda certeza de las crisis económicas es que no se pueden prever. Y no se pueden prever porque, entre otros factores, en la economía ocurre algo muy parecido al principio de indeterminación de Heisenberg de la física. Así, si las principales instituciones económicas nacionales e internacionales anunciasen con antelación la llegada de una crisis, ellas mismas estarían provocando el estallido de esa crisis al condicionar con su pronóstico la conducta de todos los agentes económicos, que dejarían al instante de invertir y de consumir por miedo al futuro, provocando de ese modo la parálisis general. Ni se deben prever, pues, ni se pueden prever. Por eso nadie había previsto que en 1929 iba a derrumbarse el capitalismo, igual que tampoco nadie supo adivinar con antelación que en 2008 iba a volver a rodar de nuevo por los suelos el sistema todo. Conviene saber a ese respecto que los economistas académicos apenas disponen de unos sismógrafos muy toscos y rudimentarios, pese a su impresionante sofisticación matemática, los llamados modelos econométricos.
Unos instrumentos harto precarios que en realidad solo sirven para anticipar lo que ya suele saber todo el mundo por simple observación directa, esto es, que la economía crecerá un poco o bajará otro poco el año que viene en función de su trayectoria presente. Pero nada más. De ahí que cuando está a punto de ocurrir algo crítico, un cambio súbito de tendencia, los economistas nunca se enteren. Y eso significa que nadie a estas horas sabe si estamos a punto o no de volver a caer en una recesión profunda. Y nadie significa nadie. Que los periódicos aparezcan todos los días repletos de pronósticos más o menos apocalípticos sobre la base de los resultados negativos de tal o cual indicador sectorial apenas demuestra la existencia de un sentimiento pesimista generalizado al respecto. Pero los sentimientos no son ciencia. Y las percepciones subjetivas tampoco. Lo único que se puede decir desde el rigor intelectual en este preciso instante es que un grupo de países que juntos suponen un porcentaje notable de la demanda global está, cada uno por su lado, entrando en recesión, con índices de crecimiento nacionales próximos a cero.
Se trata de Alemania, Reino Unido, Italia, Brasil, Argentina, México, Corea del Sur y Rusia. Pero, al tiempo, también sabemos que Estados Unidos continúa mostrando una tasa de actividad vigorosa, inusitadamente vigorosa en cuanto a la duración de ese ciclo ascendente. Y no sólo sabemos eso. Porque también nos consta que algo falla en las predicciones catastrofistas de tantas Casandras cuando los grandes inversores internacionales se muestran dispuestos a pagar, que no otra cosa implican los intereses negativos, por adquirir deuda pública de Alemania a 30 años o títulos de Suiza a 50 años. ¿Quién en su sano juicio estaría dispuesto a comprar bonos a largo plazo de un país que se supone va a entrar en una profunda depresión? Si de verdad creyesen en todas esas historias a cuenta de otro gran hundimiento global, obviamente, no los comprarían. Entonces, ¿qué va a pasar? La verdad es que nadie lo sabe.