¿Cuánto tiempo hace falta para declarar una política fracasada? En diciembre de 1997, hace ya más de dos décadas, se firmó el Protocolo de Kioto. Y no hay más que echar un vistazo a las webs de ecologistas, gobiernos y organismos internacionales para comprobar que ni siquiera sus promotores están contentos con los resultados. Ni en términos de emisiones ni por la evolución de las temperaturas. El catastrofismo climático es más vehemente que nunca.
Sin embargo, nadie se plantea un cambio real. Aunque reconocen que, a pesar de su coste, de la presión ejercida, de los miles de campañas, de las manifestaciones y los mensajes, no se han logrado los objetivos. Éste podría ser un buen punto de partida para intentar algo diferente. Pero no. Las recetas que se implantaron hace más de 20 años (grandes cumbres por el clima en las que se acuerdan objetivos de reducción de emisiones y cuotas para cada país) siguen siendo las mismas que en aquel momento.
De hecho, los mensajes se radicalizan. Unos hablan de la raza humana como de una plaga que se hubiera posado sobre el planeta. Otros exigen que acabemos con nuestro modo de vida: por ejemplo, dejando de comer carne, una de las razones que están detrás del aumento de la esperanza de vida y la mejora de nuestra salud en los últimos 150 años. Y la mayoría nos alertan sobre un planeta irrespirable, en el que no podremos vivir en apenas unas décadas.
Pero aquí no vamos a hablar de clima, porque para eso ya están los expertos (por ejemplo, aquí Luis I. Gómez, aplicando la sensatez que le caracteriza), sino de economía. Porque en este tema hay dos debates que se mezclan: el climático (si la temperatura ha subido mucho o no en el último siglo, si es peligroso, si es culpa del ser humano, si se mantendrá la tendencia en el futuro, hasta dónde subirán esas temperaturas…) y el económico. Pero uno y otro son totalmente diferentes. Ése es el primer error de aquellos que se declaran muy preocupados por el calentamiento global: pensar que lo único que necesitan es convencer a todo el mundo de que el planeta se calienta y de que esto es peligroso. Eso ya lo han conseguido. Buena parte de la población les ha comprado el razonamiento. Y, sin embargo, siguen igual de lejos, si no más, de lograr sus objetivos declarados (reducir las emisiones).
En este artículo partiremos del presupuesto más verde posible: hay que cumplir sí o sí con los compromisos de Kioto y París; todos los países deben hacerlo; y, si no lo conseguimos, las consecuencias para el planeta serán catastróficas. El problema es que, incluso si asumimos esa postura, quedan demasiadas preguntas sin respuesta:
1. ¿Cómo puede ser que todavía haya escépticos?
La cuestión climática es compleja. La gran mayoría de la población no tiene la preparación ni los conocimientos para adentrarse por su cuenta en este tema. Lo normal es que crean lo que les dicen los expertos y los organismos. Y sin embargo, aunque la versión oficial sobre el cambio climático y el calentamiento global es mayoritaria, sigue habiendo un buen número de escépticos que no terminan de creerse las cifras. ¿Por qué? Pues porque los oficialistas se lo están ganando a pulso.
En primer lugar, haciendo predicciones muy concretas que luego no se cumplen. A mediados de los 70 hablaban de una nueva edad de hielo. Luego del ozono. Más tarde de la desertificación (en los años ochenta había libros de texto en los que se decía que la mayor parte de España sería como Almería en 25-30 años… en un momento en el que crecía la masa forestal de nuestro país). Parece que la estrategia es cuanto más catastrofismo, mejor; lo que sea para concienciar al ciudadano medio (al que se considera medio idiota – medio irresponsable).
Y por supuesto, no podemos obviar la sensación de que estamos ante un dogma incontrovertible (en todo, en lo que hace referencia al clima y a cualquier cuestión relacionada). Así, cualquier científico, político o periodista que haga el más mínimo matiz, a la hoguera. Es lo contrario del método científico (que debería estar guiado por la búsqueda de la verdad y la puesta en cuestión del saber establecido), pero es lo que predomina. Se premia con muy buenos sueldos, puestos, subvenciones y ayudas a cualquiera que publique un paper, no importa lo que diga, que confirme los peores datos. A cambio, se amenaza con la expulsión de la ciencia respetable no ya al que niegue el calentamiento, sino al que intente introducir cualquier apunte que chirríe con el relato dominante. Así, los incentivos son perversos. Y es lógico que en un entorno como éste, sean muchos los que dudan de la versión oficial.
Porque además, tienes que comulgar con todo. Con lo que dicen del pasado (aquí se podrían cuestionar algunos datos, pero debería haber un cierto acuerdo) y con lo que pronostican para el futuro (mucho más susceptible a la crítica); con lo que tiene que ver con el clima, pero también con las propuestas energéticas, económicas o sociales. O compras todo el paquete, o estás fuera, eres un "negacionista".
2. Por qué no funcionan acuerdos como Kioto o París
Porque es imposible que lo hagan. Por lo mismo por lo que todos cuidamos más el jardín de nuestra casa que el parque que hay enfrente. Porque los incentivos son horribles y porque no tienen en cuenta cómo es el ser humano (desde el votante medio a los políticos que firman, pomposamente, los acuerdos).
Para que estos pactos salgan bien, lo primero que tiene que ocurrir es que todos cumplan y desde el principio. Pero reducir las emisiones a pelo, como plantean los documentos, es doloroso, puede costar crecimiento y respaldo electoral (o popular, en el caso de dictaduras). El votante puede ser sensible a la retórica verde, pero si pierde su empleo porque la fábrica en la que trabaja tiene costes energéticos más elevados, no será tan fácil explicarle lo del cambio climático. Por eso es tan complicado aprobar medidas de este tipo, te las creas o no. Sólo si todos lo hacen a la vez, hay una mínima posibilidad de éxito.
El problema es que esto es imposible. Incluso aunque estés convencido de que la Tierra está en peligro. Todos los países, regiones, sectores económicos o empresas tienen un incentivo a mentir y no tomar medidas al respecto. Es parecido al clásico dilema de la sobreexplotación de los bienes comunales:
- Hay unos pastos en un pueblo
- Cada ganadero lleva allí sus vacas
- Todos saben que para mantener los pastos hay que limitar su consumo
- Pero todos piensan: "Si sólo yo me excedo, no pasa nada. Un poco más no va a acabar con los pastos"
- Y todos piensan: "Si los demás piensan como yo y consumen un poco más de lo que les toca, me quedaré sin nada. Seré el único tonto que cumplirá con el acuerdo. Pues me aprovecho todo lo que pueda porque los demás también lo harán"
- Y al final todos acaban explotando el pasto al máximo
Es la tragedia de los comunes. Y no hay un común más evidente que el planeta Tierra. Por eso, incluso aunque todos sus habitantes se concienciasen del supuesto problema (y está muy lejos el día que eso ocurra) es muy complicado que modifiquen sus actuales patrones de consumo, transporte o energía basándose en un beneficio futuro incierto, poco tangible y en el que su contribución concreta es marginal (que yo encienda o no el aire acondicionado esta tarde no tendrá ningún impacto en el clima del futuro).
Elinor Ostrom, una de las economistas más interesantes del siglo XX, ya explicó que los comunes no tenían que estar condenados. De hecho, analizó cómo, en muchas ocasiones, la propiedad comunal es mejor, más eficiente y productiva. Eso sí, con unos requisitos: reglas claras sobre un entorno bien definido y acotado; un organismo que haga cumplir esas normas y que sea respetado por los actores implicados; una sanción inmediata, proporcional y efectiva… Es casi imposible encontrar algo más alejado a esta propuesta que los acuerdos medioambientales impulsados por los Gobiernos.
3. ¿Qué ocurriría si se cumplieran estos acuerdos?
Tampoco nadie parece pensar en esto. A corto plazo, las propuestas de reducción de emisiones se traducirían, sobre todo en los países más pobres, en un menor crecimiento económico. Y ese menor crecimiento podría llevar a tensiones entre países, al surgimiento de opciones políticas extremistas, al rechazo de los acuerdos medioambientales… Es decir: el efecto de segunda vuelta podría ser empeorar las cosas (en el sentido de rechazar por completo cualquier media de eficiencia energética).
De nuevo, el problema está en ver la realidad desde una perspectiva estática y no dinámica. Pensar que se puede organizar la sociedad de arriba a abajo desde un despacho sin que los afectados por tus decisiones hagan nada al respecto.
4. Y entonces qué hacemos, ¿nada?
Pues lo primero es recordar que no hacer nada no es tan malo. La tecnología cambia y lo hace a mejor constantemente. Los primeros interesados en encontrar una fuente de energía limpia y renovable son los malvados capitalistas: imagínense una fábrica que no necesite carbón o petróleo para funcionar porque lo hace con energías 100% renovables (y gratuitas). Sería una mina de oro para su propietario.
Por eso, la mejor solución no son los famosos límites, los campañas de concienciación o los impuestos a la contaminación (que, estos sí, tienen una lógica económica, pero deberían ser globales para tener un impacto real y ser eficaces). Si alguien quiere reducir las emisiones, lo que tiene que hacer es inventar una energía limpia y barata. A partir de ahí, ya no harán falta ni protocolos ni acuerdos… todo el mundo se pondrá a usarla de un día para otro. De hecho, desde hace décadas las familias y empresas están usando la energía de forma más eficiente y limpia. No porque les obliguen, sino porque les conviene.
En este sentido, si alguien quiere hacer algo, lo lógico es que invierta en investigación. Esto no es nuestro: Bjon Lomborg apuesta por la innovación desde hace años, pero casi nadie le escucha en los gobiernos occidentales. Eso sí, con mucho cuidado y sacando a los políticos de la ecuación. Ya sabemos hacia donde puede derivar un gran programa público de desarrollo: malgasto, corrupción, poco control, objetivos poco claros…
Y si alguien quiere hacer algo desde el sector público: ¿qué tal formar un comité de expertos muy prestigiosos a los que se da un presupuesto destinado a I+D y se les deja las manos libres para que decidan como gastarlo? Eso sí, prestigiosos de verdad (que no tengan ni la más mínima relación con los partidos) y con las manos libres para tomar decisiones con resultados sólo a medio-largo plazo. Sería mucho más barato y eficiente que las decenas de agencias que ahora merodean por los presupuestos del sector.
5. Y si no, ¿el desastre?
El último error del catastrofismo reside en ignorar la capacidad de adaptación e inventiva del ser humano. Llevamos miles de años ajustándonos al entorno que nos rodea. Por qué no íbamos a hacerlo a un planeta uno, dos o cuatro grados más caluroso. Porque, además, esa tecnología nueva no tendría por qué centrarse sólo en encontrar nuevas fuentes de energía, más baratas y eficientes (que también), sino en predecir el clima con más fiabilidad y plazos más largos (lo que atenuaría sus peores efectos), en adaptarse a los cambios, en modificarlo (sí, ya hay proyectos de investigación para contrarrestar los efectos de los combustibles fósiles) o en incidir sobre el terreno (desde las plantaciones masivas de árboles a la recuperación de espacios naturales). Algunas de estas propuestas nos parecerán ciencia ficción. Pero no lo son. No mucho más de lo que le habrían parecido ciencia-ficción a nuestros abuelos muchos de los inventos que hoy disfrutamos.
De hecho, esta idea del progreso que no podemos anticipar nos lleva a otra cuestión que casi nunca se tiene en cuenta: nuestros nietos serán mucho más ricos que nosotros y tendrán muchas más herramientas tecnológicas a su disposición. O lo que es lo mismo: puestos a que alguien sufra un coste, tiene más sentido que lo soporten quienes serán más prósperos y más avanzados. Eso no quiere decir que tengamos manos libres para hacer lo que queramos (me parece muy bonita esa idea de dejar un legado a los que nos suceden), pero sí sirve para poner las cosas en perspectiva. En 2050 (por no hablar de 2100) nuestros sucesores tendrán una capacidad para adaptarse a los problemas que nosotros no podemos ni imaginar.
6. ¿La única solución llegará de los gobiernos o de la ONU?
No. Asunto tabú: soluciones de mercado al cambio climático. Y no sólo al cambio climático, sino a otros retos medioambientales. Por ejemplo, la deforestación de la selva amazónica que sigue un ciclo de protestas, alarmismo, campañas de concienciación… y ninguna solución real.
Como ya saben algunas organizaciones ecologistas en los países ricos, la mejor manera de conservar un bosque es hacerlo privado. Y aquí hay muchas posibilidades: desde vendérselo-arrendárselo a esas organizaciones ecologistas (si quieren acabar con la tala indiscriminada, su mejor opción es comprar selva) a compañías madereras con condiciones (por ejemplo: límite a la explotación de cada parcela y obligación de reforestación). Y algo parecido podría hacer con muchos otros recursos y problemas.
7. ¿Por qué seguimos equivocándonos igual que hace 20 años?
Aquí soy yo el que tiene que hacer examen de conciencia: porque está clarísimo y muchas veces no queremos verlo. Las mismas razones explicadas a lo largo del artículo son las que hacen casi inevitable que la realidad sea la que es. Porque hemos hablado mucho de incentivos y por eso no debemos olvidar los que mueven a los que están involucrados en este juego.
Para los políticos, organizaciones ecologistas, científicos catastrofistas… hay pocos negocios más rentables que éste. En términos de dinero y de influencia. Proponer medidas alternativas más eficaces puede ser bueno para el planeta, pero no lo será para ellos. Montar una cumbre mundial del clima cada año puede ser un absurdo desde el punto de vista del crecimiento de las emisiones, pero tiene todo el sentido del mundo para los trabajadores de la ONU, los funcionarios de los ministerios de Medio Ambiente y los grupos de trabajo de las universidades. Por eso es tan difícil que cambien. Esto sí que es una industria… y de las buenas, con el cliente cautivo y los ingresos asegurados.