Entre los años 2010 y 2012, la Eurozona enfrentó una profunda crisis de deuda que amenazó la solvencia financiera de algunos de los países integrados en la moneda única. Con el PIB en caída libre y el coste de los bonos del Tesoro por las nubes, los experimentos keynesianos de 2008 y 2009 fueron quedando atrás. Llegaba, al fin, el tiempo del ajuste.
Pero, lamentablemente, el ritmo de reducción del déficit aplicado por los socios europeos ha sido, cuando menos, decepcionante. Casi una década después, países como España o Italia siguen preocupando a los analistas de deuda por el elevado déficit que siguen soportando sus presupuestos. Incluso en Francia se observa un descuadre entre ingresos y gastos superior al 3% del PIB.
Ante semejante panorama, llama la atención lo bueno que ha sido el desempeño de Alemania. El país teutón vio cómo su deuda tocaba techo en 2010. A lo largo de dicho curso, el déficit alcanzó el 4,2% del PIB y las obligaciones totales del gobierno federal y las Administraciones regionales y locales llegaron a un máximo del 81% del PIB, casi veinte puntos por encima de los niveles previos a la crisis.
Sin embargo, esta senda alcista se rompió con la aprobación del freno a la deuda. Se trata de una cláusula de gestión presupuestaria que tiene rango de norma constitucional desde su inclusión en la Carta Magna durante el año 2009. Dicha regla abarca los siguientes puntos:
- El déficit del Gobierno federal no puede rebasar el 0,35% del PIB.
- El déficit está prohibido para las Administraciones regionales y locales: es obligado conseguir un superávit.
- La evolución del ciclo económico permite que se den ciertas desviaciones en el corto y medio plazo.
- Bajo escenarios de urgencia, hay un mecanismo de ajuste que permite mayores niveles de déficit (en torno al 0,5% del PIB, sin contar los pagos por intereses de la deuda).
El freno a la deuda se aplicó con un calendario gradual. Desde 2016, está en vigor el punto primero, referido al Gobierno federal, mientras que los länder tendrán que huir del déficit a partir del año que viene, 2020. De momento, los resultados han sido muy satisfactorios y la deuda está bajando de forma sostenida año tras año.
La búsqueda del equilibrio queda reflejada en el saldo presupuestario que se ha venido registrando desde entonces. Tras el déficit del 4,2% del PIB en 2010, en 2011 se dio un descuadre del 1% del PIB y en 2012 y 2013 se rozó el superávit, con niveles de incumplimiento inferiores al 0,2% del PIB. En 2014 llegó el primer superávit desde la introducción de la norma (0,6% del PIB). Desde entonces, la tónica se ha mantenido: saldo positivo del 0,8% del PIB en 2015, del 0,9% en 2016, del 1% en 2017, del 1,7% en 2018 y del 1,1% en la proyección para 2019.
A raíz de esta mejora en el saldo presupuestario, la deuda ha caído sostenidamente. Del pico del 81% del PIB alcanzado en 2010 se pasó a un 79% en 2011 y 2012, un 77% en 2013, un 75% en 2014, un 71% en 2015, un 68% en 2016, un 64% en 2017, un 60% en 2018 y un 57% en la proyección para 2019. Al ritmo actual, el FMI estima que las obligaciones serán ligeramente superiores al 50% del PIB en el año 2021.
Comparando 2010 con 2019, vemos que el aumento de los ingresos ha sido de dos puntos del PIB (del 43% al 45%), mientras que la reducción del gasto ha sido de tres puntos (del 47% al 44%). En total, un vuelco de cinco puntos porcentuales que ha facilitado una clara mejoría del saldo fiscal.