El intervencionismo monetario que ejercen los bancos centrales es, sin duda, una de la mayores lacras que padece la economía global. La manipulación del valor del dinero y la fijación arbitraria de los tipos de interés generan graves distorsiones, cuyo fruto, en última instancia, se acaba traduciendo en burbujas y posteriores crisis económicas. Así sucedió durante el boom crediticio de los primeros años del presente siglo y vuelve a suceder ahora, tras las laxas políticas monetarias llevadas a cabo a uno y otro lado del Atlántico para tratar de paliar la Gran Recesión de 2008.
Mucho se ha hablado en los últimos años sobre los presuntos culpables de los problemas acaecidos tras la caída de las hipotecas subprime, pero muy poco de su auténtico origen, que no es otro que el erróneo y perverso papel que juegan los bancos centrales. Fueron la Reserva Federal de EEUU y el Banco Central Europeo los que se encargaron de alimentar una histórica burbuja inmobiliaria a base de crédito fácil y barato sin necesidad de ahorro previo, provocando con ello la acumulación de una enorme cantidad de deuda improductiva e insostenible por parte de familias y empresas.
Sin embargo, una vez finalizado ese particular espejismo de bonanza y derroche, la banca central, animada de nuevo por la clase política y el desconocimiento de buena parte de la sociedad, ha repetido la misma fórmula fallida para tratar de paliar los daños derivados de la contracción y desaceleración económicas. Primero, redujeron los tipos de interés al 0%, algo inédito en la historia, y, posteriormente, pusieron en marcha amplios programas de compra de deuda con la intención de reactivar la concesión de crédito. Pero nada funcionó. Si Estados Unidos y otros países como Irlanda, Alemania o Reino Unido lograron superar los avatares de la tormenta financiera de forma exitosa no fue gracias a los banqueros centrales, sino a pesar de ellos.
La única receta correcta contra la crisis no es otra que contar con una economía libre y un estado eficiente y austero. La inaudita política monetaria aplicada en estos años, por el contrario, no solo fomenta la aparición de nuevos desequilibrios, sino que ha desincentivado la aprobación de las reformas y ajustes que precisan los países más débiles y endeudados. Tanto es así que la combinación de bajos tipos de interés y compra masiva de activos ha dado como resultado otra gran burbuja en el mercado de deuda pública, cuyos efectos son todavía desconocidos. Prueba de ello es que cerca de 15 billones de dólares en bonos cotizan a tipos negativos, lo cual significa que muchos estados cobran por endeudarse.
No tiene ningún sentido que los inversores tengan que pagar por la compra de deuda, sin recibir rentabilidad alguna a cambio en caso de mantener el bono en cartera hasta vencimiento, pero aún menos que estados hiperendeudados e irresponsables logren financiación abundante y casi gratuita, pese a su elevado riesgo de insolvencia. La banca central ha conseguido lo que pretendía desde un principio, hinchar una nueva burbuja, en este caso de deuda pública, para tapar los escombros que dejó tras de sí el pinchazo de la anterior. La factura, por desgracia, la volverán a pagar los mismos.