John Maynard Keynes es, por muchas razones, el economista más famoso del siglo XX. Y también es el autor de una de las predicciones más citadas como prueba de la incapacidad de los economistas para predecir el porvenir (aunque, como luego veremos, habría mucho que matizar al respecto).
En su breve ensayo "Posibilidades económicas para nuestros nietos" (aquí completo, en inglés), Keynes dibujaba un futuro en el que el incremento de la productividad nos permitiría trabajar mucho menos (¡quince horas a la semana!, decía) sin que eso supusiera el empeoramiento de nuestro nivel de vida. De hecho, lo que venía a decir en el famoso pasaje es que, en unos años (en 2030, apostó) para muchos el trabajo sería sólo un medio de realización personal, algo que haríamos para sentirnos bien y que nos ofrecería un propósito en la vida, más que un medio de ganarnos el sustento. Y sí, con tres horas al día durante cinco días a la semana, le parecía al viejo Maynard suficiente como para satisfacer ese objetivo.
Aquí surgen varias discusiones interesantes. La primera, casi filosófica, es acerca de las necesidades y cómo éstas van cambiando. Probablemente, si nos situamos en 1930, cuando escribía Keynes, y si pensamos únicamente en los bienes y servicios más esenciales, los que aseguran nuestra supervivencia, en todos los países ricos ya habríamos alcanzado el nivel que permite que estos lleguen a toda la población. Pero eso lo dejamos para otro día. Hoy nos centraremos en la otra parte de la predicción, la de la semana laboral reducida, la de ese hombre liberado de la lucha diaria por el sustento más básico.
Porque cualquier occidental con un empleo a tiempo completo pensará que la predicción se ha quedado en una broma pesada. Incluso, muchos dirán que no sólo no nos acercamos a las 15 horas, sino que nos alejamos de la meta. De hecho, tan extendida está esta percepción, que el Gobierno español introducía hace unas semanas una nueva regulación, una normativa con un tufillo decimonónico, que obliga a empresas y trabajadores a registrar su jornada laboral. Volvemos a fichar y todo para que no trabajemos más de 40 horas, algo que, escuchando a la ministra de Trabajo, es casi la norma en nuestro mercado laboral.
Todo esto ha vuelto a tomar actualidad en el último año a raíz del experimento realizado en Perpetual Guardian, una compañía de servicios financieros neozelandesa. Allí, en la primavera de 2018, el director general decidió realizar un programa piloto junto a la Universidad de Auckland. Durante los meses de abril y mayo, los 240 empleados de la compañía trabajaron sólo 4 días a la semana, ocho horas al día, sin ver reducida su remuneración. ¿El resultado? Pues debió ser bueno, porque a partir del otoño siguiente la empresa decidió consolidar el nuevo horario. Como podría esperarse, la respuesta de los trabajadores fue muy buena: bajaron los niveles de estrés declarados y mejoró sustancialmente el porcentaje de los que afirmaban estar más contentos con el balance trabajo-familia. Pero, además, la compañía asegura que la productividad se disparó (lo que se atribuye, en buena parte, a ese mejor estado de ánimo), por lo que el trabajo total realizado en cuatro días no es menor que el que se conseguía con el anterior horario de lunes a viernes.
Las preguntas
A partir de ahí, ha ocurrido lo previsible. Decenas de peticiones han llegado a la empresa por parte de otras compañías de todo el mundo que se están replanteando hacer lo mismo. ¿Es posible? Aquí dejamos algunas preguntas abiertas para el debate:
- ¿Trabajamos más que nuestros padres y abuelos?: NO.
Bueno, puede haber algún caso aislado en el que sí se produzca esta circunstancia, pero no es lo normal. En todos los países occidentales hemos visto una reducción de la jornada laboral efectiva en los últimos 150 años. Es cierto que la pendiente descendente fue más pronunciada a comienzos del siglo XX (pero es que veníamos de jornadas semanales de 65-70 horas) pero la tendencia ha continuado hasta nuestros días.
En Our World in Data, quizás la web con la mayor cantidad de estadísticas históricas, nos muestran como las horas trabajadas a la semana en los grandes países europeos pasaron de las 42-47 que eran habituales a mediados del pasado siglo a las 35-38 de media que podíamos encontrar en el año 2000. En parte esto se debe a la mayor presencia de empleos a tiempo parcial (y aquí hay que recordar que en algunos de los países más ricos de Europa, como Holanda, esto es la mayoría de las veces una alternativa buscada por el trabajador, no una forma de precariedad involuntaria). Pero no es sólo por eso, según los datos de Eurostat, en diez países de la UE (entre ellos España, con 39,7 horas) la media de horas trabajadas a la semana por un empleado a tiempo completo no alcanza las 40 que, en teoría, señala la jornada convencional.
- ¿Alguna vez llegaremos a las 15 horas semanales?: en cierto sentido, ya hemos llegado.
Aquí habrá más de uno que se lleve las manos a la cabeza. ¿Cómo que trabajamos 15 horas a la semana? Y otros que piensen que los periodistas vivimos mucho mejor que el resto de los mortales (en ese debate no vamos a entrar).
En realidad, la clave en este punto reside en cómo hacemos la cuenta. Es decir, si tenemos en mente sólo nuestro periplo laboral o el conjunto de nuestra vida adulta. ¿Qué queremos decir con esto? Keynes hablaba en 1930, una época en la que lo normal era comenzar a trabajar a los 14-16-18 años (incluso para aquellos que iban a la universidad) y jubilarse, con suerte, a los 65-70. Como, además, la esperanza de vida no llegaba siquiera a esos 70 años, para un buen porcentaje de europeos la vida terminaba con las botas puestas.
Está claro que ésa ya no es nuestra realidad. Ahora empezamos a trabajar más tarde (para los universitarios, es relativamente habitual hacerlo a partir de los 22-24 años) y nos jubilamos cuando todavía nos quedan 20-25 años de vida por delante. Además, tenemos muchas más vacaciones y días libres que nuestros abuelos. En resumen, si dividimos el número de horas trabajadas en total a lo largo de nuestra vida laboral entre el número de semanas de vida adulta de las que disfrutamos… quizás nos llevemos un susto (o una alegría). Pero no estaríamos demasiado lejos de esas 15 horas a la semana de las que hablaba el economista inglés.
Y esto no es una trampa estadística. Más allá de la discusión sobre el sistema de pensiones, lo cierto es que todos debemos producir a lo largo de nuestra vida lo suficiente como para mantenernos durante nuestros años laborales, pero también durante el resto. No importa que cuando somos jóvenes nos sostengan nuestros padres y cuando somos mayores, la pensión; eso quiere decir que cuando estemos trabajando seremos nosotros los que mantendremos a otros. En resumen, para medir en pie de igualdad las horas trabajadas en 1920 y en 2020, debemos tener en cuenta también los períodos de no trabajo. Pues bien, no se asusten, pero estamos mucho más cerca de esas 15 horas de lo que nos pensamos.
- ¿Trabajamos en todos los países lo mismo?: ni de broma.
Esto es más o menos conocido, aunque no solemos reflexionar sobre las consecuencias que tiene. Según los datos de la OCDE, hay enormes diferencias en las horas trabajadas en los países ricos. En concreto, de las 2.005 horas al año de Corea del Sur a las 1.362 que se registran en Alemania, más de 600 (o más de 10 a la semana). En general, en los países ricos de Europa, las horas trabajadas cada semana han seguido una tendencia descendente en los últimos treinta años. No ha ocurrido lo mismo en los países anglosajones, en especial en EEUU: así, en la primera potencia del mundo el número medio de horas trabajadas cada año asciende a 1.786, por las 1.392 de Dinamarca, las 1.520 de Francia o las 1.701 de España.
Y esto, como apuntamos, tiene consecuencias. Por ejemplo, en el nivel de riqueza. Porque en los últimos 30-40 años EEUU se ha distanciado de Europa en términos de PIB per cápita. Hay parte de este desequilibrio que puede explicarse por una mejora en productividad; pero también hay que mirar a las horas en el tajo. Sí, los norteamericanos trabajan más y ganan más. Puede que haya muchos que piensen que prefieren el estilo de vida europeo al estadounidense; pero asumamos que no podemos tener todo. ¿Trabajar como los franceses y tener el PIB per cápita de los californianos? Imposible.
Ya en 2003, Niall Ferguson publicó un muy comentado artículo en The New York Times en el que se hacía eco de esta realidad: unos europeos cada vez más preocupados por el tiempo libre, mientras que los norteamericanos mantenían su ética del trabajo. Porque no hay que engañarse: en EEUU, trabajan más cada semana y trabajan más semanas (hay muchas menos vacaciones y jornadas libres). La columna fue polémica porque su tesis principal atribuía parte de esa evolución a la pérdida de importancia de la religión en Europa y a las implicaciones sociales-familiares-culturales que eso ha generado. Éste no es el lugar para un debate con muchas derivadas, pero no deja de ser una visión interesante.
- ¿Trabajar mucho es de pobres o de ricos?: pues no está tan claro.
Esta pregunta tiene muchos posibles enfoques. Si miramos a los países, como en el epígrafe anterior, parece que si hay una correlación entre pobreza y horas de trabajo. Algo lógico, entre otras cosas porque la pobreza suele derivar de una baja productividad que, en parte, hay que solventar con más tiempo de trabajo. Volvemos a las cifras de la OCDE: incluso aunque aquí no tenemos en cuenta a países del tercer mundo, si vemos que, con la excepción apuntada de Corea, la mayoría de los países que más horas acumulan a lo largo del año también están entre los más pobres de la lista: México, Grecia, Chile, Israel, Turquía, República Checa, Polonia…
Luego, a mitad de tabla, entran los anglosajones, países con una renta muy elevada, que sí han visto reducida su jornada laboral en las últimas décadas, pero en los que este descenso no ha sido tan acusado como en el norte de Europa: hablamos de EEUU, Irlanda o Nueva Zelanda.
Por último, si miramos al fondo de la tabla, lo que aparecen son algunos países europeos. Muchos de ellos ricos y prósperos: Alemania, Dinamarca, Holanda, Suiza…
Hasta aquí hemos hablado de países. Pero si miramos las ocupaciones, se produce un fenómeno curioso. Si nos situamos mentalmente a finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando los sindicatos incrementaron la presión para reducir la jornada semanal, la imagen que nos viene a la cabeza es la de un obrero que trabajaba de sol a sol en la fábrica, mientras el dueño de la factoría se tomaba un whisky en el club con sus amigos. Probablemente, aquella imagen tenía mucho de tópico. Ni los dueños podían descuidar su negocio, ni las condiciones fueron inmutables a lo largo de aquellas décadas. De hecho, fueron mejorando con el incremento de productividad, entre otras cosas porque, si no, los propietarios corrían el riesgo de perder a sus mejores empleados.
Lo curioso es cómo ha cambiado eso en nuestros días. En muchas ocasiones, en los países occidentales, y sobre todo en Europa, las profesiones de menor cualificación tienen horarios más cerrados, más tasados. Se entra a tal hora y se sale ocho horas después. Con tantos días de vacaciones y tantos otros de libranza. De hecho, por eso llama tanto la atención la iniciativa del Gobierno con el control horario, porque era una cuestión que no generaba conflictividad en nuestro país.
Y es que si alguien piensa ahora en jornadas de 12-14 horas, de lunes a sábado, llevándose el trabajo a casa y con apenas tiempo libre… lo que uno se imagina no es un trabajador sin cualificación, sino un consultor, abogado, ejecutivo o empresario de los que ganan muchos miles de euros al año. De hecho, si algo caracteriza a Silicon Valley o Wall Street son sus descomunales sueldos y la exigencia extrema, también en cuanto a horarios.
- Entonces, ¿saldría rentable imitar a Perpetual Guardian e instaurar la jornada de 30-32 horas a la semana?: pues depende.
Lo primero que hay que decir al respecto es que lo normal es que ésta sea la tendencia. De hecho, la jornada de cuatro días y medio, con el viernes por la tarde libre, ya es casi la norma en muchos sectores. De ahí a los cuatro días, hay un paso no tan grande como a veces pensamos.
También es cierto que lo normal es que este tipo de medidas vayan asociadas a más flexibilidad, sobre todo en empleos de alta cualificación: el trabajador tiene un horario que le permite compaginar su vida familiar y a cambio se compromete a estar disponible (dentro de unos límites). Es decir, lo contrario de la dirección iniciada en España por el actual Gobierno.
Dicho esto, los horarios (todos) siempre han dependido en parte de un factor complicado: la coordinación. Para una empresa, implantar la jornada de lunes a jueves en solitario tiene un riesgo: que los clientes o aquellos con los que trate perciban que ya no estará siempre disponible y busquen una alternativa (incluso aunque les parezca bien la idea, pueden pensar que en teoría es correcta, pero como clientes prefieren tener más seguridad). Aquí entrarían otras opciones: por ejemplo, semana de cuatro días, pero no para todos los mismos cuatro días (para que siempre haya alguien cuando un cliente lo necesite). Y eso por no hablar de qué hacer con colegios y otros servicios: ¿los abrimos sólo de lunes a jueves?
También es verdad que, si todo el mundo lo hace, se pierde parte del beneficio buscado. Es decir, es muy posible que sea cierto, como afirman en Perpetual que el cambio de jornada les ha proporcionado enormes ventajas: más implicación de la plantilla, más productividad, mejora su posición para atraer talento en el mercado laboral… Pero si se generaliza esta postura, esas ventajas son menores: tus trabajadores estarán motivados si creen que disfrutan de un extra.
Por no hablar de una cuestión importante: ¿tiene fecha de caducidad ese empujón a la productividad? Es otro asunto muy estudiado: cuando una empresa inicia un programa de incentivos (el pago de un bonus, regalos, subidas salariales…), en el corto plazo casi siempre consigue incrementar la motivación de la plantilla. Pero una vez que se consolida, el trabajador comienza a verlo como un derecho adquirido desde siempre y pierde gran parte de su potencial como estímulo. De hecho, puede incluso llegar a ser contraproducente: si un día la empresa necesita dar marcha atrás y quita ese programa de incentivos, la plantilla sentirá que le están arrebatando algo que es suyo y no sólo no agradecerá el tiempo disfrutado del mismo, sino que culpará a los que se lo quitaron.
- ¿Estamos dispuestos a renunciar a sueldo por más ocio?: pues, en buena parte, sí (aunque dependerá de nuestras circunstancias).
El trabajo y el ocio son dos caras de la misma moneda: el uso de nuestro tiempo y el dinero que ganamos-gastamos en el mismo. Los economistas han estudiado esta relación en muchas ocasiones. Así, cuando todo nuestro tiempo es ocio (no tenemos trabajo) hay un problema de ingresos: no tenemos dinero para gastar en ese tiempo libre. Por eso, estamos dispuestos a renunciar a parte del tiempo libre a cambio de una remuneración, que nos servirá para comprar bienes y servicios (vivienda, transporte, educación…). Sin embargo, llega un momento en el que comenzamos a valorar más el ocio y ya no nos merece la pena el dinero que recibimos a cambio: los economistas hablarían aquí del coste de oportunidad de una y otra actividad.
En la vida diaria no hacemos este tipo de análisis con una hoja de Excel, pero sí valoramos constantemente las opciones a nuestra disposición. Desde hace tiempo, muchos economistas (Keynes fue de los primeros) comenzaron a pronosticar que en las sociedades ricas, una vez cubiertas las necesidades básicas, el tiempo libre comenzaría a ser un bien cada vez más demandado. O lo que es lo mismo, que por mucho que nos pagasen la hora extra, ya no querríamos trabajar más o sólo querríamos trabajar en aquello que nos gustase (en aquello que no sintiésemos que es un trabajo). Algo de eso hay en esa tendencia que observamos desde mediados del siglo XX en los países ricos. Es más, cada día es más habitual que los empleados de alto nivel negocien ventajas de este tipo (más vacaciones, más flexibilidad…) en sus entrevistas.
También es cierto que aquí habría mucho que discutir: ¿menos horas por el mismo sueldo? Todos los empleados lo firmarían ahora mismo; sus jefes, no tanto. ¿Menos horas a cambio de menos sueldo? Parece más justo, pero habría que ver quién es el primero que dice que sí. Y eso por no hablar del presentismo: esa tendencia tan común en algunos mercados laborales o sectores que asocia tiempo en la oficina con compromiso con la empresa. No hablamos sólo en España, en los medios norteamericanos se discute mucho sobre si tienen un problema de coordinación que está haciendo sus vidas mucho peores de lo que podrían ser: lo que vienen a decir es que en las empresas de EEUU se ha generalizado una dinámica un tanto perversa, que provoca que todo el mundo se queda en la oficina porque todo el mundo se queda... aunque todo el mundo preferiría no quedarse y el producto final no se vería perjudicado si todo el mundo se pusiese de acuerdo en trabajar menos horas.
Está claro que no habrá una fórmula única. Existe una tensión constante entre las necesidades del que paga (que quiere dedicación) y las del que cobra (que quiere disfrutar del dinero ganado). ¿Semanas de cuatro días? ¿Y por qué no de tres? También por aquí, la productividad y la tecnología pueden hacer que, lo que ahora parece increíble, en unos años sea una realidad.