Quizá el mayor mito de nuestra época sea esa creencia tan popular que atribuye a la adopción de los principios de la economía de mercado el que hayan salido de la pobreza millones de personas en los antes llamados países del Tercer Mundo, con muy especial énfasis en los casos de China e India. La realidad, sin embargo, resulta ser justo la contraria. Porque ha sido la metódica, deliberada y permanente violación sistemática de todos los principios doctrinales de la economía de libre mercado lo que ha facilitado el crecimiento espectacular de China, sobre todo de China, en el último medio siglo. China no ha cumplido nunca esos principios canónicos. Jamás. Ni antes ni ahora. De hecho, su éxito ha sido el resultado de aplicar justo las recetas contrarias al axioma del libre mercado. Al punto de que la fulgurante expansión económica de la China posmaoísta fue, en primerísima instancia, el fruto de dotar a su sistema productivo un muy exhaustivo arsenal extremo de barreras ultraproteccionistas.
Metódicos ataques al principio del libre mercado que iban desde la implantación ubicua de aranceles y contingentes al dumping y la institucionalización de la piratería contra la propiedad intelectual ajena. China dio su genuino gran salto adelante gracias a violar todas las reglas. Todas. Y sigue. Porque empezó incumpliéndolas y continúa incumpliéndolas. Solo que ahora, y a causa de las limitaciones que le impone el hecho de pertenecer a la Organización Mundial del Comercio, una especie de gendarme planetario siempre a la caza de los proteccionistas furtivos, ha tenido que cambiar su modus operandi para, en el fondo, persistir insistiendo en lo mismo. Así las cosas, su manera actual de simular que cumple las normas del comercio internacional sin cumplirlas es manipular políticamente el valor de su moneda, el renminbi. Una moneda fuerte, como bien saben todos los exportadores españoles desde que migramos al euro, es una desgracia nacional. De ahí de que el Partido Comunista Chino no cese de impartir órdenes tajantes a su banco central a fin de que deprecie por la vía que sea el tipo de cambio de la divisa, una manera como otra cualquiera de subvencionar de modo encubierto sus exportaciones a Estados Unidos y Europa. Deporte de riesgo que ha terminado provocando la ira bíblica de Trump.
Una ira, la del presidente de la primera potencia capitalista del mundo, que no parece tener en cuenta la suprema paradoja de que la mayor parte de la deuda nacional de los Estados Unidos está a estas horas en manos chinas. Pues ocurre que quien financia hoy las cuentas públicas de la primera potencia capitalista del mundo resulta ser la última gran potencia comunista del mundo: la República Popular China. Cien bombas atómicas apuntando a Washington serían mucho menos peligrosas para Trump. Y es que si el buró político del Partido Comunista decidiera impartir la orden de vender la totalidad de los bonos de deuda pública americana que posee el Estado chino en cartera, el resultado sería un cataclismo inmediato en la economía de Estados Unidos. El dólar se hundiría en el acto, al tiempo que se dispararían en paralelo tanto los tipos de interés como la inflación. Una tormenta perfecta que tendría como corolario el derrumbe de los mercados de valores norteamericanos y la parálisis súbita del consumo interno. Algo que, si quisieran, los chinos podrían provocar mañana mismo. Poca broma, pues, con esta guerra de divisas.