Leí un estudio de unos expertos sobre el impuesto al azúcar que propone la Organización Mundial de la Salud (OMS), y que tantos Gobiernos y Administraciones Públicas, empezando por los nuestros, están dispuestos a cobrar, por nuestro bien: J. Lennert Veerman, Gary Sacks, Nicole Antonopoulos, Jane Martin, "The Impact of a Tax on Sugar-Sweetened Beverages on Health and Health Care Costs: A Modelling Study".
Los autores no tienen dudas al respecto:
Existe una evidencia creciente que indica que un impuesto sobre las bebidas azucaradas podría reducir el consumo y mejorar el peso y la salud de la población, si el impuesto es lo suficientemente elevado.
Es decir, aquí, tonterías, las mínimas: hay que cobrar mucho. Una vez que se cruje al desgraciado ciudadano, todo funciona a las mil maravillas: baja el consumo de ese veneno y mejora la salud. Además, como la elasticidad de la demanda es menor que uno, el consumo no baja tanto como lo que sube el impuesto, con lo que la recaudación aumenta, y los autores están entusiasmados. En efecto, con estos "ingresos sustanciales" para el Estado resulta que "estas sumas podrían dirigirse a promover actividades saludables o ser empleadas para subsidiar alimentos saludables".
Uno, realmente, no entiende por qué no suben muchísimo los impuestos, si todos sus efectos son tan estupendos.
Por supuesto, lo que en realidad sucede es que estos expertos, como tantos otros, cometen dos errores. El primero es no reconocer que no saben en realidad qué efectos tienen los impuestos, y sobre todo cómo opera la elasticidad de la demanda de las sustancias gravadas si los tributos son "suficientemente elevados". El segundo es un clásico: desprecian olímpicamente al ciudadano que los paga.