Lo que empezó siendo un grave problema de deuda privada se ha acabado convirtiendo en uno de deuda pública, cuyas consecuencias se dejarán notar en el conjunto de la economía española durante los años venideros. España entró de lleno en la crisis financiera internacional surgida a mediados de 2007 con un histórico desequilibrio productivo debido a la burbuja crediticia. La perversa política de bajos tipos de interés hizo que los hogares y, muy especialmente, las empresas cometieran sustanciales errores de inversión, acumulando deudas que, en muchos casos, eran impagables, lo cual produjo una oleada de quiebras, sobre todo en el sector financiero (cajas de ahorros) y en la construcción, cuando saltó la espita.
Durante los años de recesión, sin embargo, familias y empresas hicieron lo que debían, apretándose el cinturón y elevando su productividad para reducir el alto apalancamiento, liquidar las malas inversiones y sanear sus balances, ya que no se puede salir de una crisis de deuda con más deuda. El sector público, sin embargo, hizo justo lo contrario. En plena contracción económica, con el gasto subiendo y los ingresos bajando como resultado de la crisis, el anterior Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero optó por poner en marcha un gran plan de "estímulos fiscales" con la vana esperanza de reflotar el crecimiento. Pero los famosos "planes E" no solo supusieron un enorme despilfarro de recursos públicos, sino que agravaron de forma sustancial el creciente déficit.
Tanto es así que España ha sido uno de los países de la OCDE que registró un mayor descuadre fiscal durante la crisis, ya que partía de un superávit de casi el 2% del PIB en 2007 y llegó a sufrir un déficit del 11% en 2009. España ha tardado una década en reducir el desequilibrio fiscal hasta situarlo de nuevo por debajo del 3% del PIB, tal y como exigen las reglas comunitarias, pero el país está todavía muy lejos de dar por resuelto este problema.
En primer lugar, porque la deuda pública se mantiene muy próxima al 100% del PIB, un nivel histórico, a la cabeza de los países de la UE. Y, en segundo término, porque el déficit estructural, que es el más importante, dado que no depende de la buena o mala marcha de la economía, lejos de reducirse, crece. En concreto, el déficit estructural de España supera el 3% del PIB, el más alto de la zona euro. Su existencia se traducirá en una gran dificultad para reducir el nivel de deuda pública, incluso en un escenario de crecimiento económico como el actual.
Como consecuencia, España sigue siendo un país enormemente débil y vulnerable ante el surgimiento de nuevas dificultades económicas, tal y como advierten la Comisión Europea o el Banco de España, entre otros organismos públicos y privados. La única forma viable y sostenible en el tiempo de eliminar esta brecha fiscal consiste en reducir el gasto público. La austeridad, por desgracia, ha brillado por su ausencia durante estos años, como bien demuestra el hecho de que la deuda pública se ha disparado en más de 60 puntos del PIB desde el estallido de la burbuja, equivalente a casi 800.000 millones de euros.
La continuación de la actual estructura de gastos, sumada a la creciente necesidad de recursos que demandará la financiación de las pensiones debido al envejecimiento demográfico, se traducirá, sí o sí, en más deuda, más allá de la fuerte subida de impuestos que tendrán que abonar familias y empresas. Ese insostenible endeudamiento lastrará, por un lado, el crecimiento económico y la creación de empleo, mientras que el incremento fiscal minará las rentas y ahorros de los trabajadores, así como la capacidad de inversión de las empresas. España sigue contando con un amplio margen para eliminar gastos innecesarios, al tiempo que se puede mejorar la eficiencia del sector público, pero falta voluntad política para llevar a cabo los ajustes que precisa el país.