Dentro del complejo y prolijo sistema tributario español, hay una serie de grandes impuestos que son conocidos por todos debido a su gran capacidad recaudatoria, como es el caso del IRPF, el Impuesto de Sociedades o el IVA, cuya competencia es estatal, pero, por desgracia, la presión fiscal a la que son sometidos los contribuyentes aumenta de forma muy sustancial cuando se suman los impuestos autonómicos y locales. Y si buena parte de la campaña electoral en las pasadas generales se centró en la política tributaria que proponían los distintos partidos, ahora que arranca la campaña de cara a los comicios regionales y municipales del próximo 26 de mayo, los impuestos deberían ocupar, igualmente, un espacio importante dentro del debate político.
A nivel local, cinco son las figuras que componen la estructura tributaria: el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI), el de Actividades Económicas (IAE), el de Vehículos de Tracción Mecánica (IVTM), el de Construcciones, Instalaciones y Obras (ICIO) y el de plusvalías. Aportan el 42% de los ingresos que manejan los ayuntamientos, siendo el IBI el que más recauda, con más del 28% del total. En Libertad Digital nos hemos propuesto analizar en detalle cada uno de estos impuestos a través de un serial que concluirá antes de la celebración de las elecciones para que los contribuyentes tengan pleno conocimiento de las cargas a las que están sometidos, en contraprestación a los servicios que, en teoría, deberían recibir de sus ayuntamientos.
Y algunas de las conclusiones que arroja dicho análisis es que la naturaleza y el coste de dichos tributos es injusto y abusivo, al tiempo que genera una elevada inseguridad jurídica. El famoso IBI, por ejemplo, es el único impuesto de España cuya recaudación, lejos de caer, se ha disparado durante la crisis, ya que los ayuntamientos no solo han subido los tipos, sino que han revisado al alza los valores catastrales de los inmuebles, aprovechándose de que sus titulares están atados de pies y manos. Las subidas aplicadas por algunos consistorios durante los últimos años son, simple y llanamente, escandalosas, llegando incluso a multiplicarse varias veces la cuantía final. Y algo similar sucede con el IAE, que grava la apertura y establecimiento de negocios, o el impuesto de matriculación bajo la burda excusa de la contaminación ambiental.
Aunque uno de los mayores escándalos es, sin duda, el relativo al impuesto de plusvalías, que grava la compraventa de casas aún en el caso de que la transacción comporte pérdidas para el vendedor, lo cual ya es surrealista. Hasta tal punto llega el atropello que el Tribunal Constitucional tumbó la posibilidad de que se cobrara en caso de que la venta comporte minusvalías. Sin embargo, pese a ello, los ayuntamientos han optado por hacer oídos sordos a la espera de que el Estado les compense de algún modo, con lo que, por el momento, siguen cobrando dicho tributo sin haber hecho frente a las correspondientes compensaciones. La cuestión es que, con independencia de cómo se resuelva el asunto, este impuesto debería desaparecer, puesto que consiste en gravar por tercera o cuarta vez un activo, la vivienda, cuya compra y mantenimiento ya implica una alta carga fiscal.
Dado el elevado coste que se derivan de estos impuestos, la única reflexión que cabe hacerse es si están justificados a la vista de los servicios que prestan los ayuntamientos. Y todo apunta a que la respuesta es no. Los municipios se han extendido en sus competencias al desarrollar políticas que no les corresponden, asumiendo así un gasto innecesario e inútil, cuyo único fin es el de comprar votos. Las funciones de los ayuntamientos debería centrarse en la gestión del urbanismo, el tráfico y las infraestructuras de la ciudad, y tales competencias podrían ser financiadas mediante el cobro de tasas. Tanto la tributación como los gastos locales deberían reformarse en profundidad para ofrecer a los contribuyentes el mejor servicio al menor coste posible, cosa que, hoy por hoy, no sucede.