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España pierde medio millón de empleos de alta productividad desde 2010

El estallido de la burbuja del ladrillo no encuentra sustituto. En la OCDE, sólo Italia lo ha hecho peor que nuestro país desde 1995.

El estallido de la burbuja del ladrillo no encuentra sustituto. En la OCDE, sólo Italia lo ha hecho peor que nuestro país desde 1995.
Imagen de la planta de Opel en Figueruelas: la del automóvil es una de las industrias en las que España sí ha logrado mantener la competitividad. | EP

España ha perdido casi medio millón de puestos de trabajo de alta productividad desde 2010. Ningún otro país de la OCDE ha sufrido una evolución semejante en su mercado laboral en esta crisis. Ni siquiera Italia, Grecia o Portugal alcanzan nuestras cifras. Quizás sea éste el dato más preocupante de la recuperación. Sí, crecemos, pero lo hacemos con empleos de peor calidad que los que generamos en la última expansión. El drama de la economía española sigue siendo el mismo –la productividad- y la falta de atención que se le presta (por ejemplo, es una palabra que apenas ha aparecido en los debates electorales), un síntoma de lo poco que parece preocuparnos.

La productividad es uno de esos conceptos que cuesta hacer llegar al ciudadano medio. El incremento del PIB, la tasa de paro, el déficit público o el nivel de los salarios están mucho más presentes en el debate público. Sin embargo, la productividad es fundamental para entender el crecimiento económico de un país. De hecho, en buena medida es lo más relevante: como hemos explicado en Libre Mercado en numerosas ocasiones (por ejemplo, aquí o aquí), todo lo demás depende, de una forma u otra, de la productividad, esto es, de nuestra capacidad de generar riqueza y de la forma en que usamos los recursos que tenemos a nuestra disposición.

Hace unos días, la OCDE publicaba su informe "Compendium of Productivity Indicators 2019". Con ese nombre, está claro que nunca va a ser un súper ventas; pero deberíamos prestarle algo más de atención. La explicación a la mayoría de los indicadores que tanto nos preocupan (desde el crecimiento de los sueldos a las cuentas públicas) puede encontrarse, al menos en parte, en los cientos de gráficos y tablas de este documento.

La conclusión más importante es conocida: la productividad en España está estancada desde hace al menos dos décadas. En realidad, desde mediados de los 70, hace ya 40 años, apenas hemos mejorado en este aspecto. Sí, hemos crecido, a base de incorporar trabajo y capital, pero no por el mejor uso que hacemos de esos recursos (aquí, por ejemplo, un buen artículo de Samuel Bentolilla en Nada es gratis sobre el tema).

En el informe de la OCDE no se remontan tanto en el tiempo, pero la imagen sigue siendo muy preocupante. Observen el siguiente gráfico, tomado directamente del informe de la OCDE: los países pertenecientes a esta organización (los más ricos del planeta) aparecen ordenados en función de las ganancias de productividad desde 1995 a 2017. El indicador es el de "Productividad Multifactorial (PMF)" que la OCDE define como el índice que mide "la eficiencia general con la que son usados los factores productivos –capital y trabajo- en el proceso de producción. Los cambios en la PMF reflejan los efectos de los cambios de gestión, organizativos, de conocimientos generales, efectos red, sinergias, ajustes de costes, economías de escala, competencia imperfecta…"

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Más allá del tecnicismo y de la controversia que puede existir en el ámbito académico sobre cómo medir la productividad (un concepto no siempre sencillo de acotar), está claro que este índice sí es un buen indicador de esa "eficiencia general" de una economía de la que habla la OCDE. Y el resultado es preocupante para la economía occidental: la mayoría de sus países muestran una tendencia al estancamiento en las últimas décadas. Pero si esto es motivo de alarma, en lo que hace referencia a España el panorama es desolador. Sólo hay tres grandes países en los que la productividad multifactorial haya caído desde 1995: Grecia, España e Italia (sí, como hemos explicado en otras ocasiones, nos queda el triste consuelo de que hay uno que lo hace peor que nosotros).

A partir de aquí llega la búsqueda de culpables, por qué no conseguimos un incremento, aunque sea mínimo, de la productividad. Y no hablamos de parecernos a Corea del Sur o Irlanda, los que mejor lo han hecho en las últimas dos décadas. Para España, dejar de perder terreno ya sería un primer paso.

En este crimen, hay numerosos sospechosos: el tamaño de las empresas (en buena parte consecuencia de una legislación que penaliza su crecimiento), el bajo nivel de inversión y la poca calidad de la misma, una regulación asfixiante que desincentiva la innovación y el emprendimiento, pésimo nivel formativo de empresarios y trabajadores, rigidez del mercado laboral, rigidez del ecosistema empresarial…

Al final, casi todo gira en torno a lo mismo: en primer lugar, un mercado laboral que no funciona, ni para empresarios (que sienten que no pueden organizar su estructura productiva en función de lo que es mejor para su empresa) ni para los trabajadores (sobre todo los que no logran un empleo estable); y en segundo lugar, la sensación de que España es un país que da prioridad (que está casi obsesionado, podríamos decir) con mantener lo que hay y que penaliza enormemente a los que tratan de hacer algo diferente.

En la calle se habla de dualidad, empleo precario, bajos salarios o micro-empresas: todo ello es cierto, pero no deja de ser la consecuencia inevitable de lo anterior.

De hecho, a veces cuesta separar lo que son causas y efectos de un mismo círculo vicioso que se retroalimenta en el peor de los sentidos: las malas inversiones no sólo no se depuran, sino que tienden a eternizarse (esas ayudas a industrias estructuralmente deficitarias desde hace décadas); los empleados menos productivos no sólo no salen del mercado sino que muchas veces son los que más protegidos están (esos despidos que se centran en los temporales simplemente por su coste y no por lo que aportan a la empresa); las empresas ineficientes sustraen recursos que de otro modo podrían haberse aprovechado en nuevos proyectos con procesos mejor planteados; nadie, ni empresarios ni empleados, tiene incentivos a formarse o dar formación; hay miles de trabajadores para los que el único objetivo es mantener su actual contrato, incluso aunque no les guste ni su trabajo actual ni sus perspectivas de futuro (esa sensación de que lo peor que le puede pasar a uno en España es dejar de ser fijo); y al mismo tiempo hay miles de empresarios que no se atreven a lanzar un nuevo proyecto porque no saben si podrán ajustar sus costes o estructura productiva si no sale como lo habían previsto; la inversión extranjera en industrias de alto valor añadido brilla por su ausencia…

De 2010 a 2017

Al final, si la crisis que vivimos desde 2008 tiene que resumirse en un gráfico, podría ser el siguiente (y en la tabla del siguiente párrafo, a la derecha, con todos los datos, click para ampliar) que procede del mismo informe de la OCDE (página 30).

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Los autores de este estudio han dividido los empleos de cada país en dos grandes bloques: sectores que tenían una productividad por encima y por debajo de la media en 2010. Luego, han medido cómo ha cambiado el empleo en estos sectores desde ese año. Pues bien, España ha destruido casi medio millón de puestos de trabajo en el primer grupo y ha creado 354.000 en el segundo. Esto último no es una mala noticia en sí mismo: porque hablamos de más empleo, incluso en sectores poco productivos (hay algún país que ha destruido empleo tanto en el primer grupo como en el segundo).

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Lo preocupante es lo otro: los sectores que aportan más valor añadido (y salarios y beneficios más altos y más resistentes a las crisis) pierden peso en nuestra economía. Sólo seis países de los analizados por la OCDE están en la misma situación (Bélgica, Finlandia, Italia, Portugal, Grecia y España) pero el nuestro es el que tiene una caída más importante, tanto en números absolutos (-483.000) como relativos (-2,5%).

Sí, es cierto que cuando se va uno al detalle de los números lo que se encuentra es que buena parte de esa caída se debe al estallido de la burbuja del ladrillo. Este sector está en el grupo de alta productividad y ha perdido más de medio millón de empleos desde 2010. Y algo parecido le ha ocurrido el sector financiero, con 60.000 empleos destruidos, también de los considerados de alta productividad.

Pero quedarnos en la superficie nos podría llevar a una explicación complaciente que no reflejaría bien lo ocurrido. Sí, es cierto, los culpables principales son construcción y banca; pero eso también nos dice que no hemos sabido renovar nuestro modelo productivo, que cuando se nos cae el ladrillo no tenemos recambio, que ni de cerca estamos siendo capaces de generar empleo en las industrias de lo que se llama la "nueva economía".

De los tres sectores con más creación de empleo neto desde 2010, sólo uno pertenece a esas industrias con una productividad por encima de la media (93.000 empleos netos en programación y servicios informáticos), el resto son servicios de bajo valor añadido. De nuevo, el problema no es el sol y playa, dos activos que suponen una ventaja competitiva enorme para España y muy complicada de replicar; el problema es cómo rentabilizamos ese "sol y playa".

Al final, la prosperidad de un país siempre ha dependido de los mismos factores, no ha habido muchos cambios desde que Adam Smith lo pensó y describió por primera vez en 1776: de su capacidad para producir artículos que otros quisieran comprar a un precio competitivo o realizar servicios (también el comercio) que aportasen valor al consumidor final. Desgraciadamente, España lleva ya cuatro décadas estancada. En los papers de las universidades o los centros de investigación lo llaman "productividad multifactorial"… pero no nos engañemos, ese nombre esconde las mismas claves que entonces llevaron a explicar al genial autor escocés "La naturaleza y las causas de la Riqueza de las Naciones".

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