La agenda política de la izquierda y, más concretamente, de Pedro Sánchez y su Gobierno nada tiene que ver con las preocupaciones de los españoles y aún menos con el interés general del país. Todo su discurso, más allá de constituir un páramo a nivel político, gira en torno a invenciones y sectarismos de todo tipo, cuya única finalidad consiste en perseguir las grandes utopías del progresismo moderno, dividiendo y enfrentando de paso a la sociedad, en lugar de mejorar la vida de la gente.
No en vano, el propio Sánchez ha repetido por activa y por pasiva que su intención era conformar un Gobierno ecologista y feminista, además de guerracivilista e identitario, gracias al inestimable apoyo de los enemigos de España y de la Constitución, con Podemos y los separatistas como aliados y socios para conquistar y mantenerse en el poder. Prueba de ello es su obsesión por sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos, al margen de lo que diga la ley y dictaminen los jueces, o su interés por convertir de nuevo a España en el gran referente internacional en la lucha contra el cambio climático, sin importar el enorme coste fiscal y energético que ello supondría para los trabajadores, así como su insistencia en abanderar las desnortadas proclamas del feminismo más radical mediante la ideología de género y la desigualdad ante le ley de hombres y mujeres.
Los pilares programáticos del PSOE no son más que un gran proyecto de ingeniería social e intervencionismo económico contrarios al desarrollo de la población y la sana y pacífica convivencia de la sociedad. Sánchez vive, literalmente, en un mundo paralelo, muy diferente y alejado del que comparte la inmensa mayoría de la población, la misma que se levanta cada mañana para sacar adelante a sus familias a base de mucho trabajo y esfuerzo.
Los problemas reales que sufre el país, que son muchos y muy graves, no ocupan ni una sola línea en la agenda del Gobierno. Más allá del desafío separatista, donde la connivencia del PSOE con los nacionalistas ha quedado más que evidenciada, España se enfrenta a retos muy importantes a corto y medio plazo que urge afrontar y resolver cuanto antes. El mantenimiento de una economía frágil, sustentada sobre una estructura productiva de pequeñas y medianas empresas, hace temer que el país vuelva a caer en una nueva crisis a poco que las turbulencias financieras se agraven a nivel internacional. La ausencia de reformas estructurales desde 2013 explica, en gran medida, la debilidad económica que aún padece el país. Y lo grave aquí es que Sánchez pretende derogar las escasas mejoras introducidas en los últimos años.
O qué decir del paro, cuya tasa aún supera el 14%, un nivel impropio de países ricos, a pesar del crecimiento experimentado en el último lustro. El desempleo estructural es una lacra que condena a la precariedad a millones de familias, sin que el Gobierno del PSOE haga nada por solventar esta situación, salvo agravarla con sus subidas fiscales y rigideces a nivel laboral. Además, España mantiene un nivel salarial inferior a la media de la UE por culpa de la baja productividad, al tiempo que los partidos políticos se empeñan en poner trabas a la revolución tecnológica, la base sobre la que se sustenta la nueva economía. Asimismo, el declive demográfico y sus consecuencias, como el aumento del gasto en sanidad y, sobre todo, en pensiones, pone en riesgo la sostenibilidad financiera del llamado estado del bienestar, lo cual, en caso de no adoptarse medidas, y dado el alto nivel de deuda pública que registra el país, podría conducir al Estado al borde de la bancarrota. Y todo ello sin contar la corrupción política, que sigue encabezando las preocupaciones de los españoles.
Sin embargo, nada de esto figura en el programa de Sánchez. El PSOE no está para resolver los problemas reales de los españoles, sino para contentar a sus elites creando nuevos y más grandes obstáculos, cuya factura, de una u otra forma, acabarán pagando los contribuyentes y, muy especialmente, los estratos de la población más vulnerable.