Nuestros gobernantes están decididos a hacer añicos el estado de bienestar. Montan, con cargo a los impuestos de todos los españoles, un grupo de trabajo para reeditar el Pacto de Toledo y el resultado, como no podía ser de otra manera, es la ruptura de la mesa de trabajo bajo un pretexto barato una semana después de la convocatoria de elecciones generales.
Por si esto, que los españoles ya hemos normalizado pero ya es de por sí de una gravedad reseñable, fuera poco, abandonan el proyecto lanzando bulos y globos sonda. El último es afirmar que los robots deberían pagar cotizaciones a la Seguridad Social. "Para mantener los pilares de bienestar", dicen. Lo afirman, además, los mismos que ridiculizaban la jornada laboral para los animales propuesta en las últimas elecciones andaluzas por Podemos. Y lo aseguran como si ambas propuestas no fueran igualmente absurdas, sea cual sea el punto de vista desde el que se vea.
Las máquinas no pagan impuestos. Nunca van a pagar impuestos. No tienen forma alguna de pagar impuestos. Es más, las máquinas no son capaces de generar ningún rendimiento económico. Dotar de un derecho –o una obligación– a una máquina es despreciar la inteligencia del votante al nivel de la de un primate. Detrás de toda máquina, robots incluidos, hay una persona. Alguien que lo diseña, que lo programa, que lo controla y que lo pone a trabajar para maximizar un beneficio económico de una actividad productiva.
Alguien -ya sea persona física o jurídica- que, por cierto, ya está pagando impuestos por dicha actividad productiva. Y sólo por el hecho de ser español la factura es alta, comparada con otros países de la OCDE, como ya hemos comentado en esta columna. O, lo que es lo mismo, estamos ante otro rejonazo más a nuestros bolsillos, con cargo a un sistema de bienestar que no es sostenible sin la evolución del modelo económico hacia uno que ponga en el centro la revolución digital, la robotización y la automatización.
Hay algo que sí que hay que valorar de nuestros políticos. Su capacidad de transformar una amenaza para ellos y su enorme listado de privilegios en una lujosa, radiante y esplendorosa fachada para un castillo en ruinas. Europa se está perdiendo la revolución digital, y el estado de bienestar es el precio que pagaremos todos los ciudadanos por mantener un sistema inmovilista a costa de la productividad de las gestiones futuras.
Llama la atención la adulteración fiscal que tienen nuestros políticos en mente para proponer un gravamen sobre una actividad que todavía no ha llegado a nuestro país. En España hay 157 robots industriales por cada 10.000 habitantes. Estamos lejos de los 710 de la República de Corea, o de los 658 de Singapur. Países como Alemania también nos duplican.
Nuestros políticos creen que la mejor forma de atraer inversión tecnológica es gravar las actividades que ésta genera. Sólo les falta pedir a inversores y empresarios que para venir a España primero tienen que colocar una alfombra roja hasta la entrada de su despacho en el Parlamento de los Diputados y comenzar la petición rogando unos minutos de su valiosísimo tiempo. Como si no existieran decenas de países en todo el mundo encantados de recibir los robots que se van a poner en marcha en los próximos años y, con ellos, la mano de obra cualificada y de elevada productividad necesaria para maximizar su capacidad de rendimiento.
Mientras, en nuestro país los incentivos para los jóvenes siguen siendo aspirar a ser funcionarios o heredar el empleo lo más estable posible, lleno de derechos y sin asunción de riesgos, que a sus padres les costó años conseguir. No importa si llevamos décadas con la productividad estancada. Como consecuencia, tampoco importa que la sostenibilidad de nuestras finanzas públicas esté seriamente amenazada. La brecha intergeneracional se agranda y sólo estamos preocupados de mirar la cuenta corriente del de al lado a ver de dónde podemos rascar más para seguir enterrando su futuro.
Sólo importa decir al ciudadano que va a pagar cualquiera menos él, algo lejano a la realidad, y dicho pago supone una reducción de su capacidad adquisitiva. El día que entendamos que ningún derecho puede ser garantizado si no existen recursos financiarlo sabremos que la recaudación pública es consecuencia, y no causa, de la actividad económica. Dicho de otro modo, el sistema de Seguridad Social se mantiene con el empleado que cobra un salario elevado. No con los mismos salarios, que cada vez tienen una menor capacidad adquisitiva y están devaluados.
Esto solamente puede ocurrir de una manera: incrementando la productividad. Para eso, el hombre ha recurrido históricamente a herramientas de trabajo. Desde las más primitivas para trabajar la tierra con menores recursos en términos de capital humano. Ya en el siglo XIII nació el torno de pedal y pértiga flexible accionado con el pie, representando un gran avance sobre al accionado con arco de violín, puesto que permitía tener las manos libres para el manejo de la herramienta de torneado.
Los robots son, sencillamente, una evolución de lo que ha hemos visto a lo largo de toda la historia. Ni una amenaza, ni un nuevo sujeto imponible. Una herramienta de trabajo más con la que producir más bienes en el mismo tiempo y con los mismos recursos, o los mismos bienes, pero con un valor adicional añadido. Es decir, un incremento de productividad. Los robots no incrementan su beneficio. Sólo las empresas lo hacen, y, con ellas, los trabajadores que las permiten incrementarlos. Tampoco van a pagar impuestos.
O, quizás, lo que en realidad se estén planteando nuestros políticos del paleolítico sea gravar el robot para cocinar que tiene usted en su cocina o el aspirador que limpia de forma inteligente –y sostenible– su casa, en cuyo caso, también, mire su cuenta corriente. Los políticos le invitan con cargo a ella.