Japón o España. La lucha por ser el país con una mayor esperanza de vida desde hace años se decide entre estos dos contendientes. Singapur, Suiza, Italia o Francia también lo hacen bien. Lo que nos dice claramente que estar entre los países más ricos del mundo es un requisito que ayuda pero no es suficiente y nos habla muy bien de las bondades de un clima suave (mediterráneo o similar) y una alimentación equilibrada: pescado, verduras, fruta… La calidad de vida también se traduce en años.
Hasta aquí las buenas noticias. Las que nos dicen que algo debemos estar haciendo muy bien, porque vivimos cinco años más que los estadounidenses o tres más que los daneses, por poner sólo dos ejemplos de países con una renta per cápita superior a la nuestra. Ahora viene la parte mala, la que habla del "envejecimiento", esa palabra que define a la sociedad del futuro que cada día es más presente, un país en el que vivimos más pero no tenemos reemplazo, en el que hay muchos viejos y pocos niños y jóvenes.
Lo curioso es que este tema no ocupa demasiado espacio en los medios españoles. Si acaso, lo hace relacionado con el debate de las pensiones. Y es evidente que es una cuestión fundamental: la sostenibilidad del sistema público dependerá, más que de ninguna otra variable, de la demografía. Pero que un porcentaje creciente de españoles lleguen a los 90-95-100 años (y los expertos aseguran que más del 50% de los nacidos este año alcanzarán la barrera del siglo de vida) tiene implicaciones muy importantes, que van más allá de si pagan o no cotizaciones.
Para empezar, un cambio de esta naturaleza nos invita a preguntarnos qué es un anciano. Porque es cierto que la esperanza de vida lleva aumentando a razón de entre 2 y 3 años por década desde hace un par de siglos. Al principio, lo hacía sobre todo con mejoras en los primeros años de la vida. El primer gran logro llega siempre reduciendo las cifras de mortalidad infantil: el porcentaje de recién nacidos que pueden esperar sobrevivir al primer año o los cinco primeros años de vida. Pero por ahí ya hay poco margen de mejora. Los países ricos han logrado enormes progresos en este campo. Ahora el incremento se consigue alargando la vida de los adultos. De esta manera, lo que hasta hace unas décadas era excepcional, que una persona con 40 o 50 años llegase a los 85-90, en estos momentos es muy habitual.
Por eso, la Sociedad Gerontológica de Japón ha propuesto que cambiemos nuestra definición y que comencemos a considerar como anciano a las personas que llegan a los 75 años, desde los 65 que desde hace más de un siglo se estableció como la barrera para la tercera edad. Tiene bastante sentido. En España, según las cifras del INE, la esperanza de vida a los 65 años era de 15,6 años para los hombres y de 19,2 años para las mujeres en 1991; ahora mismo las cifras son de 19,1 y 23 años respectivamente; y en 2040 habrán aumentado entre 2 y 3 años. ¿Una persona que tiene casi 25 años de vida por delante es un anciano? Pues es una buena pregunta.
Está claro que esto tiene implicaciones muy relevantes también en el mercado laboral. No sólo vivimos más años, sino que vivimos mejor. Además, el panorama en cuanto a las ocupaciones también ha sufrido grandes cambios. Las economías agrícolas-industriales de comienzos del siglo XX han dado paso a sociedades donde un enorme porcentaje de población trabaja en el sector servicios, normalmente en empleos menos exigentes desde un punto de vista físico. Y la robotización que los expertos anuncian debería acentuar esta tendencia. El empleo del futuro será más intelectual y menos manual. En teoría, los más mayores, con todo un capital de conocimiento y experiencia acumulados, deberían desempeñarse mejor en un entorno como éste.
En 1900, menos de un 30% de la población llegaba a los 65 años; y la esperanza de vida a esa edad era de menos de 10 años. Por eso era una fecha lógica para el inicio de la jubilación. En esas circunstancias, el sistema de pensiones se establecía como una especie de seguro de supervivencia: los que más vivían sabían que tendrían una red de seguridad que les permitiría pasar esos años (pocos) que les quedaban con unos ingresos garantizados. Ahora mismo, con esos parámetros (edad a la que sobrevive el 25% de una cohorte y edad en la que la esperanza de vida es de unos 10 años) estaríamos hablando de entre los 81 y los 91 años (tomamos los datos del informe "El impacto del envejecimiento de la población en España", de José A. Herce para AFI). Nadie habla de retrasar hasta los 90 años la edad de jubilación, pero cabe preguntarse si los 67 años de la reforma de 2011 son un límite realista en estas circunstancias.
Expectativas y discurso
El problema aquí es de expectativas y de discurso. En España, la jubilación parece la gran meta para todas las personas activas. De hecho, existen opciones (aunque cada vez más limitadas, eso es cierto) para adelantar ese retiro. La cuestión es que se percibe el mercado laboral –el empleo– como un mal necesario, del que hay que escapar cuanto antes. Por eso es tan costoso, para empezar electoralmente, cualquier retraso en la edad de jubilación: parece que es quitarle algo, retrasarle la promesa del disfrute, al que en ese momento está trabajando.
En Japón, por ejemplo, una encuesta del Gobierno ofrecía resultados que aquí serían sorprendentes: un 40% de los que respondieron afirmaban que les gustaría seguir trabajando mientras estuvieran físicamente en condiciones de hacerlo y un 35% extra afirmaba que, como mínimo, les gustaría mantenerse activos al menos hasta los 70 años. No es extraño, con esta perspectiva, que el libro The 100-Year Life, de Lynda Gratton y Andrew Scott del London Business School, se haya convertido en el país nipón en un éxito de ventas, con su visión optimista de una sociedad más envejecida en la que ese alargamiento de la esperanza de vida se percibe más como una oportunidad que como una amenaza.
Eso sí, sería un error pensar que un fenómeno como éste (que llegar a los 90 ¿o 100? años sea algo normal) vaya a tener un impacto sólo en las personas ancianas. En la prensa económica inglesa y norteamericana (por poner sólo algunos ejemplos de Financial Times, Forbes o Bloomberg), éste es uno de los temas de moda en los últimos años: cómo cambiará, y cómo está cambiando ya, nuestras vidas este hecho. Porque el modelo clásico con el que todos crecimos y que dividía nuestra peripecia vital en tres grandes etapas –estudiar, trabajar, jubilarnos– ya no se sostiene. Las fronteras entre unas y otras son cada vez más porosas.
Por ejemplo, tiene sentido que para buena parte de la población activa la edad de jubilación vaya subiendo de los 65-67 de la actualidad a los 70-75 para mediados del siglo XXI. Pero lo que no sería lógico es que este incremento no vaya acompañado de otros cambios, también profundos y sustanciales en el mercado laboral. Porque puede ser razonable trabajar más años, pero quizás no lo sea tanto pasarse 50 años en el mismo empleo o empresa. Y sin interrupciones. Ése es otro debate interesante: si no deberían los gobiernos promover legislaciones, también en materia de pensiones, que permitieran a sus trabajadores tomarse períodos de descanso-formación-cuidado familiar a lo largo de su vida laboral. Aquí, en otro artículo en el Financial Times, se plantean una pregunta interesante: ¿no podría alguien escoger una vida laboral con 4-5 años de parón distribuidos a lo largo de la misma a cambio de jubilarse 4-5 años más allá de la edad de jubilación legal? No es fácil y hay muchas cuestiones que resolver (desde qué ocurre si ese trabajador fallece antes de cumplir su promesa o cómo obligarle a cumplirla si luego se arrepiente). Pero no deja de ser una cuestión muy interesante.
En este sentido, todos los informes, artículos o análisis publicados sobre la materia coinciden en una misma palabra: "flexibilidad". Para empezar o terminar los estudios a una edad diferente a la normal; para cambiar de empleo-empresa-sector varias veces durante la vida laboral; para escoger en qué momentos queremos reducir (o incrementar) nuestra carga en el trabajo; para pasar de jornadas completas a jornadas parciales sin que eso suponga un estigma de por vida; para elegir cómo y cuándo dar prioridad a la familia…
También es verdad que todo esto es más fácil de decir que de aplicar. La imagen de un trabajador que decide cómo, cuándo y cuánto trabajar parece muy atractiva, pero luego en la práctica hay muchas trabas, implícitas y explícitas. Empezando por la legislación. A los políticos españoles les encanta hablar de "conciliación", "nuevas tecnologías" o "cambio de modelo productivo", pero luego nadie se atreve a abrir el melón de uno de los mercados laborales más rígidos de Occidente. En España el empleo a tiempo parcial no es una opción o un recurso, como en otros países de la UE, sino un castigo, que los trabajadores aceptan porque no les queda otro remedio. Y la posibilidad de que un empleado de una cierta edad y con una potencial indemnización por despido muy cuantiosa deje su trabajo, incluso aunque lo aborrezca, es casi una entelequia. Por no hablar de la "formación continua", un lema precioso e irreal al mismo tiempo, por lo menos en España, donde un mercado laboral disfuncional convierte lo que debería ser una apuesta (dejar el trabajo para formarse en otros sectores y comenzar de nuevo unos meses más tarde) en casi una condena autoimpuesta por el trabajador de turno, que sabe que un movimiento así puede terminar en un sueldo más bajo o un peregrinaje de muchos meses en busca de un nuevo empleo.
Y el caso es que España debería ser uno de los países que más se beneficiara de este fenómeno del envejecimiento de la población. Somos líderes en algunos de los sectores que más crecerán en los próximos años (servicios de calidad, cuidados, turismo, inmobiliario en segundas residencias). Por qué no convertirnos en la Florida europea, ese destino de buen clima e infraestructuras de primer nivel que muchos europeos ricos desearían para esa larguísima tercera edad que les espera. Las condiciones están ahí. Tanto para aprovechar esa oportunidad como para ofrecerle otras muchas a esos jóvenes-ancianos que ya pueblan nuestro país desde hace años. Según el INE, en estos momentos viven casi 2,9 millones de personas de más de 80 años en España; en 2033, de aquí a apenas quince años, serán casi un millón más (con 46.300 centenarios, según estas estimaciones). Uno de cada cuatro españoles será mayor de 65 años en ese momento. Y la cifra seguirá creciendo. Sería trágico, y es imposible e insostenible, mantenerles al margen, como se ha hecho hasta ahora, como si ya no tuvieran más que decir, más allá de cobrar su pensión. Eso sí, lo primero es cambiar el chip, empezar a verlos como un activo y no un lastre, una oportunidad y no un problema. Sí, habrá que pagar cada día más pensiones; y sí, la Seguridad Social necesita una reforma. Pero los ancianos (o lo que antes se consideraba como tal) deberían ser mucho más que eso.