Hace unos años, a mediados de 2015, asistí a un coloquio con uno de los mejores analistas españoles. Todavía era un momento delicado. Aunque la economía española había pasado lo peor de la crisis, ese período que va de la primavera de 2010 al verano de 2012 en el que estuvimos a punto de caer por el mismo precipicio de los griegos, no había demasiado optimismo en el ambiente. Sí, todos éramos conscientes de que nos encontrábamos en el inicio de la recuperación, pero la tasa de paro rondaba el 20% y seguía habiendo mucha incertidumbre.
No para este analista (por cierto, no diré su nombre porque aquel encuentro era off the record, una de esas charlas a las que a veces nos invitan a los periodistas para pulsar las sensaciones de los expertos y hacer un poco de networking…). Este tipo hizo un diagnóstico del que luego me he acordado en muchas ocasiones. Entre otras cosas porque lo clavó.
La economía española, explicó, está en una posición envidiable y tiene por delante al menos 7-8 años de crecimiento continuado. El sector privado se está desapalancando y estamos creciendo, casi por primera vez en nuestra historia moderna, sin necesidad de tirar de la deuda exterior. Además, los tipos de interés están en mínimos, lo mejor que le puede pasar a una economía muy endeudada y que, en lo que toca al sector público, no parece que vaya a hacer demasiados esfuerzos por reducir su déficit. Nuestros rivales están en horas bajas: por un lado, los países de la Eurozona con los que compiten nuestras exportaciones (Italia, Francia, Portugal…) están pasando por dificultades políticas graves y no parece que vayan a poder hacer demasiado en los próximos años; y por otra parte, en lo que respecta al turismo, que no deja de ser la principal industria nacional, el norte de África y Oriente Medio están en medio de una tensión geopolítica enorme, lo que nos permitirá atraer a muchos de esos viajeros europeos con ganas de sol, playa… y estabilidad.
A todo esto, vino a decirnos, se suma una consecuencia de la crisis, no buscada y que es el reflejo de lo mal que lo hemos pasado, pero que ahora es una bendición: tenemos un enorme potencial en competitividad. Nuestros costes son muy bajos en comparación con las de los países de nuestro entorno (sobre todo los más ricos de la Eurozona) y nuestra productividad, aunque quizás no tan alta como la alemana o la holandesa, tampoco está tan lejos como para justificar ese diferencial de costes. O lo que es lo mismo, a igualdad de calidad podemos vender más barato que ellos y eso repercutirá en las exportaciones, la atracción de capital extranjero y, en definitiva, la creación de empleo.
Ni siquiera daba demasiada importancia al que yo entonces consideraba que era nuestro principal riesgo: el político, con un Podemos que en aquel momento crecía como la espuma en las encuestas. No ganarán, me dijo, y si lo hacen… no podrán hacer nada, porque no tendrán dinero. España ha agotado su margen presupuestario y su capacidad de endeudamiento: con un Gobierno o con otro, el margen de maniobra es muy limitado.
Tenía razón en todo.
Los frutos a nuestro alcance
Esta semana, me he vuelto a acordar de aquella conversación. Y no tanto porque se hayan cumplido, casi de forma matemática, aquellos buenos presagios. Sino porque se acerca la fecha límite de su pronóstico, aquellos años 2020-2021-2022 que tan lejanos parecían entonces y que ahora están a la vuelta de la esquina. Porque ésa era la divisoria. A partir de ahí, una vez que hayamos agotado los frutos al alcance de la mano (ese low-hanging fruit del que hablan los ingleses), comiencen a subir los costes y nuestra tasa de paro vuelva al 10-11% (ya estamos en el 14,5%) será cuando comenzará la desaceleración. Para pasar de ahí, en eso estábamos todos de acuerdo, hará falta algo más. Tendremos que mover hacia la derecha nuestra frontera de posibilidades de producción: es decir, ser capaces de hacer mucho más con los mismos recursos. En definitiva, necesitaremos un empujón de productividad.
¿Y qué hemos hecho durante este tiempo? Nada.
La convocatoria de elecciones de Pedro Sánchez no es más que el último hito del lustro perdido. Sí, hemos aprovechado la coyuntura (lo teníamos sencillo) para crecer y reducir el paro. Las empresas han mejorado mucho su saldo deudor y la apuesta por la internacionalización seguirá dando réditos en el medio plazo. Pero no puedo evitar la sensación de oportunidad desperdiciada. Nunca lo tuvimos tan fácil: financiación barata; paisaje despejado de rivales; crecimiento económico para que las reformas fuesen más digeribles; incluso cierto consenso social en que, tras la última crisis, algo había que hacer.
Desde mediados de 2014, lo único reseñable es la inacción. Y una vez que comenzó el ciclo electoral eterno en el que vivimos desde las municipales y autonómicas de la primavera de 2015, directamente la parálisis: primero el año fantasma de 2016, luego esa segunda Legislatura de Mariano Rajoy en minoría, la moción de censura y estos ocho meses de Sánchez. En resumen, vamos camino de cinco años de nada.
Cuidado, a veces es preferible que no haya novedades. Por ejemplo, lo mejor que nos ha podido pasar en estos ocho meses es que lo más relevante que haya salido de Moncloa haya sido el helicóptero que hacía de enlace con el Falcon.
El problema es que tenemos demasiadas asignaturas pendientes y un pasado muy repetitivo. Lo de las "reformas estructurales" que nunca salen. Si no ha sido en estos cuatro-cinco años, ¿cuándo?
El gasto público sigue igual que en 2014. Toda la reducción del déficit se ha logrado vía crecimiento. Ni un ajuste. El desequilibrio estructural no se ha movido del 3,0% del PIB. De hecho, las previsiones para 2018-19 apuntan a que empeorará. Mucha retórica anti-recortes, pero muy poca realidad detrás de las palabras.
Y hablamos del gasto público presente, porque si miramos a los compromisos futuros, la cosa es mucho peor. Se ha deshecho parte de lo conseguido en 2013. España afrontará a partir de 2025-2030 (en realidad ya estamos empezando) un escenario demográfico atroz que se traducirá en que se disparará el gasto en pensiones, sanidad y eso que ahora llaman "dependencia". ¿Reformas al respecto? ¿Previsión a medio plazo? Cero.
En capital humano, esa educación-formación que no se les cae de la boca a nuestros políticos, más de lo mismo. Una ley educativa con cosas interesantes que nunca ha llegado a entrar en vigor de verdad (entre otras cosas porque parecía que incluso a sus promotores les daba vergüenza defenderla) y que se da por muerta. Aquí ha habido un pequeña (ínfima) mejoría en lo que toca a la FP y se han racionalizado algo (era difícil hacerlo peor) las políticas activas de empleo. Pero los sindicatos tienen entre ceja y ceja acabar con ese mínimo resquicio de competencia y calidad y nadie puede asegurar que no lo consigan tras las elecciones.
En el mercado laboral, lo mejor que puede pasarle a la reforma de 2012 es que no se toque. Aquella fue una buena ley que se quedaba a mitad de camino, sobre todo en lo referente a la dualidad. Ahora mismo, la sensación es que, si se cambia, será a peor, eliminando los pocos elementos de flexibilidad que introdujo.
Por no hablar de las liberalizaciones de los mercados, mejora de la competencia, reducción de la burocracia de las empresas o eliminación de las barreras al crecimiento de las mismas. El resumen de lo conseguido en cualquiera de estos campos es un folio en blanco.
Dice John Muller en Leones contra dioses, su relato de los años de vértigo de la economía española, que el único agente reformador de verdad que ha tenido nuestro país en los últimos 20 años es la primera de riesgo. Y tiene toda la razón. Sólo cuando se vieron con el agua al cuello, socialistas o populares se atrevieron a hacer unas pequeñas reformas, mínimas y que, en cuanto ha pasado la tormenta, se plantean revertir.
Cuando llegue la próxima crisis, la España que encontrará no será la misma que en 2007. En algunos aspectos, todos ellos relacionados con el sector privado, seremos más resistentes: más mercados e internacionalización, algo menos de deuda, empresas más sólidas. Pero en todo lo demás, en todo lo que tiene que ver con los políticos y la política, nuestra posición será mucho más débil: 90-100% de deuda sobre el PIB cuando a la última crisis llegamos por debajo del 40%; un gasto en pensiones que ya se come el 40% de los PGE y en el que hemos deshecho las reformas que al menos controlaban su crecimiento; nula credibilidad ante nuestros socios europeos a los que volveremos a pedir ayuda; costes de financiación más altos, porque será imposible que el BCE mantenga eternamente su política actual; servicios públicos (sanidad y educación) en los que ni siquiera se ha planteado la más mínima reforma. Nunca antes lo tuvimos tan fácil y nunca hicimos tan poco. De la abulia de Rajoy a la incapacidad de Sánchez, hemos tirado cinco años a la basura. Con muchos titulares, sí; con mucho politiqueo, también; con tres nuevos partidos que dan mucho juego cuando se publican las encuestas, por supuesto. En resumen, cinco años de oportunidades… para nada.