Ya sé, señor presidente, que usted no es Chamberlain y yo, desde luego, no soy Churchill, pero la Historia está repleta de sucesos capaces de instruirnos sobre resultados de acciones tomadas en el pasado directamente aplicables al presente. Usted, en su antropocentrismo desbordante, ha despreciado lo que de otros podía aprender.
Como Chamberlain, usted también tenía dos opciones para elegir: valorar su dignidad, que coincidía con la dignidad de España, por encima de todo, o asegurarse la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado para mantenerse en la Moncloa.
Muchos en nuestra nación opinaron que el coste de aprobar los Presupuestos, y los compañeros de viaje y sus exigencias, era muy elevado, que en ningún caso podía ni debía pagarse.
Usted hizo oídos sordos, llevado de esa dolencia de los arrogantes de creer estar siempre en posesión de la verdad, además de por efecto del virus de una aparente distinción que producen los coches y aviones oficiales, los escoltas y la pleitesía de los más próximos.
Aunque siga sonriendo en público –salvo si se trata de un rictus circunstancial–, al final de las sesiones parlamentarias para la presentación, discusión y aprobación o rechazo de los Presupuestos, y la reacción de las fuerzas políticas a los mismos, tuvo usted que formularse una pregunta, quizá sin respuesta: ¿para esto he hecho todo lo que he hecho?
A día de hoy, la dignidad está perdida para siempre y los Presupuestos no se han aprobado, que es a lo que se jugó usted su propia dignidad y la de la nación española. A Chamberlain le quedaba un cierto consuelo, que era su avanzada edad, por lo que el estigma de la humillación duraría poco –murió diecisiete meses después–. Su situación, en cambio, es la opuesta: si Dios quiere, le queda mucha vida por delante, soportando semejante carga.
Por otro lado, si le soy sincero, a estas alturas, lamentando el papel desempeñado por la nación española, estoy encantado de que los Presupuestos presentados no se hayan aprobado; habrían sido un desastre para España: no se puede jugar arbitrariamente con los impuestos claves del sistema fiscal (IRPF y Sociedades), tampoco con el Salario Mínimo Interprofesional y, menos aún, con la prodigalidad en el gasto público para ganar favores de quienes no debe recibirlos.
Sólo me queda añadirle –y esto se lo digo en voz baja para que nadie se entere– que las cosas, para usted y para España, aún pueden empeorar. Libérese de amistades peligrosas y ni por un segundo trate de complacerles en los compromisos adquiridos acudiendo a la argucia de los reales decretos, pues, primero, han sido rechazados en el Congreso y, segundo, quizá tampoco consiga su convalidación.
Ya ve, señor presidente, que las cosas son así. Gobernar requiere cabeza fría, objetivo meditado, claro, calculado y sin embustes, porque cuando en el menú hay ingredientes tóxicos, el resultado es el que ha podido comprobar.