Me refiero al oneroso sistema político que nos hemos dado los habitantes de la Unión Europea, y en particular los españoles. Cierto es que se han conseguido unos niveles de bienestar y de seguridad social jamás soñados en la historia. No solo alcanzan a la población europea que podríamos llamar autóctona, sino a los muchos millones de inmigrantes de otros continentes que conviven con ella. Es una situación inédita en algunos países de Europa (incluida España), un continente que siempre fue de emigrantes y colonizadores de tierras lejanas.
El problema es que, como tantas otras curvas de la evolución humana, esta de los beneficios sociales para la población europea, y en particular la española, no puede crecer indefinidamente. Lo usual es que se dibuje una trayectoria sigmoidea (que recuerda la forma de la letra griega sigma). Es decir, llegado un punto de inflexión en la curva expansiva, la trayectoria se inclina hasta hacerse paralela al eje de las x. Dicho de modo literario, llega un momento en el que ya no puede progresar más el bienestar social, las prestaciones de la Seguridad Social, en términos por habitante. Al menos no pueden seguir creciendo al ritmo acostumbrado. La razón principal de tan inesperado acontecimiento es que la Unión Europea (y singularmente España) ya no puede asimilar el coste que supone atender las necesidades de una inmigración masiva y descontrolada. A diferencia de otros movimientos migratorios masivos en el mundo contemporáneo, esta nueva ola incluye una fracción mucho más amplia de personas inactivas. Más que en busca de trabajo se mueve en procura de servicios sociales.
Las cosas se dificultan todavía más porque el experimento de la Unión Europea (y más el de la desunión de España) se basa en una creciente maraña legislativa de regulaciones, prohibiciones, inspecciones y otros tiquismiquis cada vez más insustanciales. Por si fuera poco, se inventan nuevos derechos un tanto pintorescos, como el permiso de paternidad (de varios meses), el cambio de sexo, los tratamientos rejuvenecedores (antiaging), etc. Todo ello se dicta en aras del progreso, de la igualdad. El único inconveniente es que hay que pagar el coste correspondiente, pues la completa seguridad social no es gratis. Aquí viene el problema, pues en la población europea (y singularmente en la española) cada vez hay más personas inactivas y desocupadas o con trabajos temporales. Es decir, no salen las cuentas. No se puede pagar todo lo que se desea o se espera.
De momento, la única solución de emergencia consiste en aumentar la carga fiscal, que ya es la más elevada de la historia. Tanto es así que, por lo menos en España, un jubilado paga dos veces el mismo impuesto: se lo dedujeron al cobrar el sueldo en su día y se lo vuelven a retener al cobrar la pensión. No es el único caso del maléfico principio de bis in idem (dos veces sobre la misma cosa). Cuando uno adquiere una vivienda tiene que pagar la intemerata de impuestos, tasas y licencias. Una vez aposentado en ella, el excelentísimo ayuntamiento le cobra otra vez un IBI (impuesto sobre los bienes inmuebles) manifiestamente injusto: viene a ser una especie de eterno alquiler sobre la vivienda propia.
La reduplicación impositiva se aplica indirectamente al pago de servicios públicos teóricamente gratuitos. Es el caso de la enseñanza en edad obligatoria, ciertos tratamientos sanitarios o algunos medicamentos. La paradoja es que tales servicios a veces son literalmente gratuitos para el contingente de inmigrantes extranjeros. Funciona aquí el clásico efecto llamada.
Como es lógico, el imparable aumento de la carga fiscal hace que la economía europea (y de modo especial la española) se encuentre cada vez más endeudada. Tanto es así que uno de los principales rubros de los presupuestos públicos es el pago de la deuda. La situación es verdaderamente dramática: esto no hay quien lo pague.