El pasado lunes, Miguel Ángel García Díaz (profesor de Economía Aplicada y colaborador de Fedea y URJC) presentaba en Madrid su informe "El sistema público español de pensiones: mitos y realidades". Era un documento muy completo, con numerosas cifras, muy llamativas algunas de ellas porque no suelen estar presentes en el debate público. En Libre Mercado, nos hacíamos eco de un supuesto interesante: el cálculo de cuánto habría cotizado un trabajador medio y qué derechos adquiría a cambio. ¿El resultado? Pues, a pesar de lo que a veces se cree, es bastante favorable al pensionista: con la actual esperanza de vida, lo normal es que termine cobrando bastante más de lo que su cotización le facultaría si el cómputo se hiciera siguiendo sólo variables financieras.
La razón de este y otros resultados similares hay que buscarla en la generosidad del modelo español de pensiones. En comparación a lo que ocurre en otros países europeos, la Seguridad Social paga prestaciones más elevadas respecto a lo aportado y, también, más elevadas si se comparan con el salario medio de la economía o el último sueldo percibido por el nuevo pensionista. Eso es lo que quieren decir las tasas de sustitución o de reemplazo de las que hablan los expertos: las pensiones españolas son bastante más altas (siempre en relación a la renta del país) de lo habitual en la UE.
Pero el informe iba más allá de los ejemplos numéricos. De hecho, el documento buscaba establecer una argumentación sobre cuáles son los principales problemas del modelo y por dónde pueden ir las soluciones. Y sí, aquí son importantes la cifras, pero no sólo.
Así, los tres grandes mitos contra los que levanta la voz García Díaz son los siguientes:
- "Las pensiones españolas son una miseria para lo que he pagado"
- "Todo el mundo tiene derecho a una pensión que le permita vivir dignamente"
- "No habría problemas si los ricos pagaran lo que deben y los políticos no robaran"
Ninguno es cierto. Del primero está todo dicho: como explicábamos el lunes, la tasa de reposición (primera pensión / último salario) es la más elevada de la UE (78,7%), con casi 30 puntos de diferencia respecto a países como Alemania o Francia. Y no es sólo una cuestión comparativa respecto a otros sistemas de la UE: en términos absolutos, los jubilados españoles reciben más de lo que aportaron en cotizaciones.
Lo del "derecho a una pensión que le permita vivir dignamente" abre la puerta del debate de la contributividad. Una cuestión fundamental pero que apenas entra en los titulares. En Europa hay dos modelos: el llamado asistencial (Dinamarca, Holanda, Reino Unido…) que iguala a todos por abajo y que normalmente tiene complementos de ahorro; y el contributivo (España, Francia, Alemania…), en el que la prestación depende de lo aportado mes a mes. Cada sistema tiene sus ventajas, sus costes y sus problemas. Pero lo que es imposible es tenerlos los dos a la vez. Lo explicaba García en su presentación: "Un sistema no puede ser lo mismo y lo contrario, no puede ser al mismo tiempo muy contributivo y muy universal".
Y es verdad. No es posible garantizar pensiones elevadas a todos, cumplan o no con los requisitos exigidos por el sistema, y al mismo tiempo premiar a los que más hayan cotizado. En España los políticos llevan años intentando cuadrar el círculo, pero lo único que han conseguido es erosionar la contributividad del modelo. Luego, en las declaraciones públicas hablan de las pensiones como de un "salario diferido", pero para que eso sea verdad hay que mantener dos condiciones que en la práctica cada día se cumplen menos: mantener unas reglas de acceso a la prestación relativamente constantes y que haya una prima por cotizar que merezca la pena.
El problema de la universalidad (todos cobrando pensiones muy elevadas) es triple. En primer lugar, exige un gasto en pensiones muy elevado, porque todos los mayores de 65 años cobran mucho. En segundo lugar, reduce los incentivos a cotizar para los trabajadores que están en la parte baja del mercado laboral: para qué cotizar si la diferencia entre la prestación no contributiva y la mínima contributiva apenas existe. Y, por último, también perjudica los incentivos de los trabajadores de sueldo más alto: cada días las bases máximas son más altas sin que suban al mismo tiempo las pensiones a las que tienen derecho en el futuro (parte de su cotización no sirve para nada).
Además, el autor alertaba de que el "sistema está perdiendo coherencia interna. Tenemos un queso gruyere con demasiados agujeros". Y es que los políticos han ido abriendo la mano con determinados colectivos para los que se han aprobado reglas especiales (autónomos, régimen del carbón, agricultura, jubilación parcial…): "Todos quieren pagar poco y cobrar mucho". Según sus datos, la mitad del déficit que cada año acarrea la Seguridad Social está concentrada en los regímenes agrario, del carbón y del mar.
Los objetivos
García cree que un sistema de pensiones debe tener un triple objetivo: suficiencia en las prestaciones y equidad en el reparto (también intergeneracional) sin ser un lastre para el crecimiento económico. Es una ecuación siempre difícil de cuadrar, pero que, en el caso español, se ha complicado todavía más por las decisiones políticas. Algunos datos para comprender la magnitud de la tarea:
- En los peores años de la crisis, el gasto en pensiones creció en casi 24.000 millones de euros (23.836) mientras que los ingresos caían en 10.507 millones. La pensión media creció un 19% en términos nominales (un 11,8% en términos reales). Desde 2014 se han recuperado los ingresos, pero no lo suficiente como para compensar la tendencia creciente de los gastos. En total, el saldo 2007-2018 es de -39.000 millones de euros (hay también hay 7.000 millones más de ingresos ahora que hace once años, pero también 46.000 millones más en gastos).
- Para dejar el déficit actual a cero, sería necesario tomar alguna de las siguientes medidas: subir el IRPF una media del 23% a todos los contribuyentes. Con estas cifras queda claro el falso tercer mito, ese que dice que sólo subiendo impuestos a los ricos esto ya se solucionaba. Las otras tres alternativas serían crear 3,6 millones de nuevos puestos de trabajo que coticen al nivel medio actual; subir las bases de cotización un 17% respecto a su nivel actual; subir los tipos de cotización en 4,8 puntos. En todos los casos, es fácil ver que serían medidas muy costosas en términos de empleo y competitividad.
Y dos recordatorios al respecto de la última reforma de las pensiones, la de 2013, en la que García participó como parte del grupo de expertos que convocó Fátima Báñez y que volvió a reivindicar esta semana. El primero, relacionado con el Índice de Revalorización de las Pensiones que iba a sustituir al IPC y que no ha sobrevivido al primer año con una mínima inflación: el IRP no significaba que hubiera que congelar las pensiones. Lo que hacía era poner a los políticos ante una tesitura complicada de manejar ante la opinión pública, pero coherente: si el sistema estaba en déficit, se requerían decisiones para subir los ingresos o limitar los gastos. "El IRP no impone congelar las pensiones, solo limita la discrecionalidad en la toma de decisiones y evita diferirlas en el tiempo para no incurrir en costes traumáticos posteriores acotados a unas determinadas cohortes de personas".
Algo parecido de lo que significaba el Factor de Sostenibilidad, un índice que simplemente pretendía traducir la mayor esperanza de vida en un equilibrio financiero y actuarial: tanto habías aportado, tanto cobrabas a lo largo de toda tu vida como jubilado. Por eso, García aseguraba que cuando alguien le decía que el FS iba a hacer que cobrase menos (en el mes a mes), él le respondía: "Lo que tú quieres es cobrar más". La razón es que si mantenemos las mismas cotizaciones y prestaciones mensuales pero sigue creciendo la esperanza de vida, el resultado de restar sus aportaciones respecto al acumulado de prestaciones será mucho más deficitario para el sistema.