Junto a la falacia tecnológica, esa fantasía futurista plagada de coches voladores y supersónicos que se ha instalado en la mente de una opinión pública convencida de que las plataformas para las que trabajan los vehículos con licencia VTC operan con algo más que un simple y vulgar taxímetro adaptado a las posibilidades de la telefonía móvil, el otro gran prejuicio errado sobre el particular es el de su pretendida eficiencia económica. Porque, tras la caricatura que presenta a los escépticos frente a las bondades de las compañías de intermediación en el mercado de transporte de pasajeros como unos ignorantes neoluditas aferrados a un mundo arcaico y en inevitable proceso de extinción, otra percepción muy popular –y muy equivocada– es la que asocia el uso de esos servicios a actitudes sociales particularmente modernas y favorecedoras de la libre competencia. Todo ello frente a un sector, el del taxi, gremialista, reacio a los principios del mercado, tendente siempre a apropiarse de rentas monopolísticas y, en consecuencia, ejemplo paradigmático de un lastre colectivo a soportar por los sufridos contribuyentes. Así, la imagen hoy dominante a propósito de esos dos sectores es la que relaciona la estampa de la España más dinámica, competitiva, joven, formada, cosmopolita e integrada en la modernidad (un ejecutivo treintañero de Madrid y votante de Ciudadanos que viaja rumbo al aeropuerto para coger el vuelo a Nueva York en un coche de Uber, pongamos por caso) con el uso entusiasta de esas nuevas plataformas.
Por el contrario, impera ya la representación de los fieles a los taxis tradicionales como una variante de los grupos de población más ajenos y refractarios a cuanto implique vanguardia, innovación y mentalidades proclives al cambio permanente (pongamos por caso, un votante de Vox de mediana edad, padre de familia numerosa, residente en una villa de la España interior y relacionado profesionalmente con el sector agrícola). La contraposición publicitaria de siempre: el futuro frente al pasado. Una imagen que solo presenta un pequeño problema, a saber, que es falsa. Y es falsa, radicalmente falsa, por una razón simple, radicalmente simple. Es falsa porque el modernísimo ejecutivo madrileño que viaja en un coche de Uber rumbo al aeropuerto está siendo subvencionado por el muy tradicional y tradicionalista agricultor de la España profunda que ni siquiera ha visto nunca un coche de Uber, ya que ni en su comarca ni en su provincia opera ninguno. Ocurre que el rasgo principal de una genuina economía de mercado, y su principal virtud además, es que los precios de los bienes o de los servicios que consumen los compradores incluyen el coste real que ha implicado producirlos u ofrecerlos. Y eso no pasa con los clientes de Uber. Porque, exactamente igual que las asociaciones feministas de Córdoba o de Granada, los usuarios madrileños (o barceloneses) de Uber están siendo sistemáticamente subvencionados por todos los contribuyentes españoles.
Y ello es así porque los transportistas de Uber no cobran a sus clientes el coste real del servicio que prestan. Les cobran menos. Y la diferencia entre lo que paga el cliente de Uber y lo que en verdad cuesta el servicio de Uber lo abonamos los que no somos clientes de Uber con nuestros impuestos. Una evidencia, esa, fácil de entender. Veamos, con sus tarifas reguladas, sus licencias municipales y sus horarios fijados administrativamente, un taxista de Madrid o de Barcelona obtiene unos ingresos mensuales bastante superiores a los que pueda conseguir un conductor asalariado de una plataforma VTC. Ingresos con los que no solo puede mantener dignamente a una familia sino que también le permiten contribuir al sostenimiento financiero de nuestro muy caro Estado del bienestar. El taxista propietario de una licencia no tiene un trabajillo provisional para ir tirando con 1.000 euros hasta que le salga algo mejor y poder dejarlo. Gana mucho más que eso, gracias a lo cual el colegio y la universidad de sus hijos, además del médico de su familia, amén de la pensión que cobre cuando se jubile o los gastos de la dependencia, no van a tener que ser costeados con mis impuestos, sino que serán financiados con los suyos. Ese taxista, a diferencia del conductor de Uber que no cobra el coste real para la comunidad de su servicio al cliente que lleva al aeropuerto, en ningún caso representará una pesada carga financiera para todos los demás españoles que pagamos impuestos. Lo dicho, tras la ficticia pátina de modernidad, no son tan distintos en el fondo a las feministas chupasubvenciones de Almería o Cádiz.