Todos los Gobiernos que en España han sido durante los últimos 40 años han coincidido en recetar la misma panacea política: subir los impuestos. En principio no parece una política popular, pues no da votos; así que se disfraza con ropajes onomásticos. No emanan solo de la Hacienda Pública, sino de múltiples tentáculos del pulpo del Estado. No se dicen propiamente "impuestos" sin más, sino que llevan algún añadido benévolo: "sobre el valor añadido", "sobre los bienes inmuebles", etc. Emplean mil sinónimos: tasas, gravámenes, retenciones, licencias, cuotas, cánones, aranceles, tributos, peajes, sanciones, inspecciones, etc. En su día fueron pechos o alcabalas. Tal variedad de etiquetas indica que quienes fijan los impuestos son auténticos impostores que disimulan todo lo que pueden su función recaudadora.
Los impuestos establecen la distinción fundamental en materia política: los que mandan frente a todos los demás, los contribuyentes al Fisco. La masa de esos últimos se designa con el título de "ciudadanos y ciudadanas".
Visto lo visto, es inútil que un Gobierno asegure que va a bajar los impuestos; al final acaba subiéndolos a través de mil estratagemas. Siempre encuentra maneras de hacer que los contribuyentes resignados pasen por ventanilla. La más socorrida es que, a través de las subidas impositivas, se van a atender mejor los servicios sociales. Los preferidos son el paro, la educación, la sanidad, las pensiones y la dependencia. Pero la verdad es que muchos servicios sociales, teóricamente gratuitos, implican un desembolso adicional para los usuarios.
Otro argumento justificativo para aumentar la presión fiscal es que favorece a los perceptores de rentas modestas y traslada el sacrificio a los ricos. Falso. Los ricos son los que venden algo en grandes cantidades, sean bienes o servicios. Por tanto, gozan de la facilidad para repercutir la carga fiscal sobre los compradores o los asalariados. Como contraste, las rentas modestas caracterizan a las de las personas que no venden nada. Fundamentalmente son las clases pasivas (jubilados), los parados, los asalariados con sueldos bajos. Esos estratos modestos no tienen más remedio que tragarse los impuestos, al no poder repercutirlos sobre nadie.
La triste realidad es que las subidas de los impuestos sirven sobre todo para engordar la nómina de los cargos políticos a dedo, incluida la turbamulta de jefes de gabinete y similares de los altos cargos. Más gravosa es la carga de las Administraciones Públicas (así, en plural, pues son muchas), que resultan escandalosamente ineficientes. Hay excepciones: el sistema nacional de trasplantes de órganos funciona de modo admirable. También es verdad que la Agencia Tributaria es el organismo más eficiente de España, pero es que su función consiste, irónicamente, en recoger impuestos.
Con el actual Gobierno (que ni siquiera representa la mayoría del Parlamento) asistimos a la mayor subida impositiva de la España contemporánea. Resulta increíble que los partidos de la oposición parlamentaria permanezcan silentes frente a tal política. El precio de semejante desidia lo estamos pagando todos: la actual crisis económica no logra pasar a la fase bonanza.
Conviene recordar que la democracia se originó en la Edad Media para contener el ansia recaudatoria de los reyes de entonces, una especie de nobles más encumbrados. Ya no quedan muchos restos de una conquista histórica tan adelantada. Hoy todos los que mandan pueden imponer gravámenes en sus respectivas esferas de influencia (ahora dicen "ámbitos").