Uno de los inventos comerciales que ha contribuido a hacer más cómodas nuestras vidas es la costumbre de domiciliar en el banco el pago de ciertos recibos, cuotas, incluso impuestos. Bien es verdad que el banco cobra por tal servicio. Es más, los bancos subsisten hoy gracias a las domiciliaciones, pues los préstamos y las hipotecas ya no dejan tantos beneficios y sí muchos quebraderos de cabeza contables.
Una ventaja psicológica de tener los recibos domiciliados es que el cliente no se da mucha cuenta de los desembolsos. Es decir, a través de ese dispositivo de pago silencioso el cliente puede ir más tranquilo por la vida sin los agobios que suponía antes tener que abonar los servicios en las respectivas ventanillas. Realmente ya no existen las ventanillas en las oficinas públicas o privadas. El talón bancario es un instrumento legal que prácticamente ha desaparecido, al igual que la letra de cambio. El dinero empieza a ser un simple apunte en una cuenta, en muchas de ellas.
La tranquilidad que generan los gastos domiciliados acarrea también algunos inconvenientes. No es el menor la angustia de los ocasionales números rojos, sobre todo para los clientes ajenos al mundo comercial o financiero, como un servidor. Es posible que el banco pague el recibo correspondiente con una cuenta eventualmente sin fondos, pero esa operación suele generar unos intereses verdaderamente usurarios, si bien son perfectamente legales. Encima hay que considerarlo como un favor personal hacia el cliente.
Menos frecuente pero más peligrosa es la situación de que un recibo se cargue dos veces por algún tipo de error informático o que se apunte una cantidad injustificada. Son hechos raros, pero pueden darse. Doy fe de ello, quizá porque yo no soy la persona que lleva las cuentas con detalle, visto lo magras que son. Supongo que en mi situación habrá muchos cientos de miles de personas, acaso millones. Entramos en un capítulo próximo a la estafa informática de difícil resolución. La salida judicial tampoco es que sea muy aconsejable para un particular que no dispone de abogados, en plural. El banco sí dispone de tal servicio, que naturalmente lo pagan los clientes.
Sin llegar a situaciones tan alarmantes, el uso generalizado de las domiciliaciones bancarias puede conducir a un exceso de gasto, que no siempre se justifica. Naturalmente, no es fácil recurrir otra vez a la operación tradicional de ir a pagar personalmente los recibos, ni que te los vengan a cobrar a casa. Ya digo que el talón bancario ya no se estila. Esa situación es la que lleva al banco a organizar un negocio cada vez más lucrativo y con escasos riesgos.
Imagino que una gran parte de los clientes de los bancos no son muy conscientes de que el servicio de domiciliar los recibos cuesta dinero. Es más, tampoco se percatan de que el hecho de tener una cuenta bancaria, el uso de las tarjetas de crédito o de los cajeros automáticos también son actos que suponen un continuo desembolso. No suponen cantidades grandes, pero multiplicadas por millones de clientes (hay más tarjetas que habitantes), el resultado es un fabuloso negocio para las llamadas entidades de crédito. Lo que ya resulta ininteligible para los clientes del montón es que, entre todos, a través de los inevitables impuestos, debamos pagar el rescate de los bancos cuando se encuentran mal organizados. Dicen que ese dinero del rescate nos lo van a devolver, pero la operación es de las de si te he visto no me acuerdo. Eso empieza a parecer a una estafa con todas las de la ley. Todo eso sin contar el negocio invisible de las transferencias. Si fulano envía una transferencia a mengano, el dinero se da de baja automáticamente (se dice "en tiempo real") en la cuenta de fulano. Pero puede ser que no aparezca en la cuenta de mengano hasta pasado un día o a veces dos o más. La pregunta es: ¿dónde ha estado el dinero durante ese intervalo? De nuevo hay que multiplicar ese pequeño lapso por millones de transferencias todos los días.
Por lo demás, asombra que todavía haya que solicitar un préstamo como si fuera un favor personalísimo que nos hace el banco. Lo cual es verdad, pues, ahogado el cliente, con algún infortunio, el préstamo puede ser la tabla de salvación del náufrago.