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José T. Raga

El despilfarro como enfermedad

¿Cómo puede abstraerse tanto de la realidad el presidente Sánchez?

Si no lo es, debería serlo. Confieso mi ignorancia acerca de las diversas patologías que puedan afectar a la mente humana. Ello no evita que sienta preocupación por su presencia en determinados sujetos, más aún cuando, por distintas circunstancias, el afectado por la enfermedad se halla investido de responsabilidades –personales, familiares, empresariales o sociales– que, peligrosamente, se verán amenazadas por su dolencia.

Con relativa frecuencia son motivo de consideración, las patologías que derivan de determinadas adicciones, tales como el alcohol, las drogas en general, el juego, y tratamos, individualmente o como sociedad, de ayudar a quienes las sufren para evitar o, al menos, aliviar la dependencia que generan, y los problemas que acarrean.

En materia de recursos económicos, y, concretamente, en su falta de aprovechamiento – que esto es, a grandes rasgos, lo que significa despilfarro–, se ha hablado bastante – también en las Sagradas Escrituras– del pródigo, y de su enfermedad mental, la prodigalidad . Ésta, en puridad de criterio, viene referida, restrictivamente, al despilfarro de los recursos propios, que en el límite acabará en la bancarrota del pródigo.

No trato de refrescar la escena que relatan los Evangelios (Juan, 15, 11-32), presente en la mente de muchos, sobre el hijo pródigo que dilapida su haber hereditario, requerido por éste en vida del padre, precisamente, para satisfacer su prodigalidad. Pero ¿y si no hubiera sido su herencia, sino la de su hermano, o el patrimonio de un tercero? ¿O, en el caso que estoy pensando, de un patrimonio confiado a él para su correcta administración?

¿Se puede hablar de correcta administración cuando el presidente del Gobierno, señor Sánchez, administrador de los recursos para atender las necesidades esenciales de los españoles, aumenta el gasto de su gabinete (27 altos cargos adicionales) en más de 360.000 euros al mes –entre ministros, secretarios generales, subsecretarios, directores generales…–, a lo que hay que añadir el gasto originado por éstos en los cargos no tan altos?

Esta tendencia irrefrenable de algunos políticos a incrementar el gasto público como razón de su propia existencia, unas veces para aumentar el personal de confianza; otras, en acciones que a nadie mejoran más que al grupo al que pretenden mejorar, ¿no podría ser una patología que convendría diagnosticar y tratar de curar? O bien, cuando, por el avanzado estado de la enfermedad o por su gravedad, no sea posible la curación, evitar, por vía de la incapacitación para la función, que la dolencia acabe, ope legis, con las haciendas de los ciudadanos, cuya única opción protectora de sus intereses sólo se producirá en caso de nuevas elecciones; no pareciendo que el administrador esté muy dispuesto a facilitarlas.

Esos ciudadanos, o sea nosotros, los que aportamos recursos fiscales para financiar necesidades públicas, tenemos que escuchar del mencionado presidente que otra España era posible; lo cual va de suyo, aunque añadiendo siempre que no con él.

¿Cómo puede abstraerse tanto de la realidad?

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