Desde Madrid a Tokyo y desde Nueva York a Estambul, a estas horas todo el mundo está perdiendo dinero en todo el mundo. Y mucho. Los mercados financieros, sin excepción, han entrado en una situación de pánico escénico que recuerda de inquietante manera a lo que ocurrió en Wall Street cuando el velatorio de Lehman Brothers. La diferencia es que, aquí y ahora, al contrario de lo que ocurrió allí y entonces, no sucede nada en la economía real, absolutamente nada, que justifique ese estado de cosas. USA, el foco del huracán bursátil, está creciendo a un ritmo óptimo y en una situación de pleno empleo. En cuanto a las tan cacareadas escaramuzas comerciales y arancelarias de su Gobierno con China, son algo bastante normal, incidentes recurrentes que en ningún caso podrían justificar esas estampidas paranoicas que estamos viendo en los parquets. Lo que no es normal, por el contrario, es lo que está pasando en la Bolsa norteamericana (y, por extensión, en las del resto del planeta). Pero es que tampoco ha sido normal lo que ha venido aconteciendo durante los últimos diez años en esa misma Bolsa norteamericana. Porque, contra lo que ordenan los principios más elementales de la lógica económica, las cotizaciones de Wall Street estuvieron creciendo sin interrupción, año tras año, durante los peores tiempos de la Gran Recesión.
La economía de Estado Unidos se estaba arrastrando por los suelos y, mientras tanto, los precios de las acciones cotizadas no paraban de subir. Eso era absurdo. Casi tan absurdo como lo que está ocurriendo ahora mismo, que es justo lo contrario. Y, si era tan absurdo, ¿por qué ocurrió? Pues ocurrió como un efecto secundario e imprevisto del novísimo invento de los demiurgos de la política monetaria llamado flexibilización cuantitativa. Una medicina que nunca antes en la historia se había probado con ningún enfermo y cuyas contraindicaciones terapéuticas, en consecuencia, eran completamente desconocidas tanto para los Gobiernos como para los bancos centrales. Porque el derrumbe de los mercados durante este fin de año tiene una explicación fácil y superficial, la que remite a la subida de los tipos por parte de la Fed, y otra profunda y de verdadero calado, la que apela a las consecuencias no deseadas de las medidas heterodoxas que se han venido aplicando durante dos lustros para combatir la Gran Recesión de 2008. En síntesis, lo que pasó entonces fue que se procedió con arreglo al protocolo habitual en todas las recesiones: bajar el tipo de interés. El problema en esos casos es que los tipos pueden llegar al 0%, pero no pueden seguir escarbando el suelo indefinidamente cuando ya alcanzan valores negativos.
Y como la recesión resultó ser más intensa que las anteriores, hubo que inventar a toda prisa algo distinto cuando los intereses de referencia se estamparon contra el suelo. Así que la Reserva Federal (como después el BCE) fabricó de la nada un montón de miles de millones de dólares para comprar con ellos los activos tóxicos de los bancos privados. Pero como sospechaba que los bancos emplearían aquellos miles de millones de dólares en adquirir deuda del Estado, el negocio más seguro y sencillo del mundo, decidió fabricar otros miles de millones de dólares más para comprar ella misma, la Reserva Federal, la deuda del Estado. ¿Por qué? Porque esa sería la manera de forzar que la rentabilidad de los bonos públicos bajase tanto que ya dejara de ser atractiva para los bancos. Y justo eso fue lo que ocurrió. En consecuencia, el sistema financiero americano se encontró de repente con miles de millones de dólares que le habían caído literalmente del cielo y sin saber muy bien qué hacer con ellos. Y, sin necesidad de pensarlo mucho, lo que finalmente hizo con gran parte de ellos fue inflar las cotizaciones de las acciones en Wall Street. O sea, amamantar con cariño maternal otra burbuja. Burbuja que, atónitos, es la que estamos viendo estallar hoy.