Al parecer, el Congreso de los Diputados va a dar un varapalo a los bancos, y sobre todo al Banco de España y a sus gobernadores, con ocasión del dictamen de la comisión que, a lo largo de un año, ha investigado la versión española de la reciente crisis financiera. Eso es lo que se deduce de la información publicada por Carlos Segovia en El Mundo, adelantando los aspectos más relevantes del texto elaborado por la diputada Ana Oramas, presidenta de la aludida comisión parlamentaria. Sus argumentos merecen un comentario, aunque sea provisional, porque el documento tiene un valor político indudable, aunque probablemente el esfuerzo realizado vaya a servir de poco para encarrilar el futuro del sector bancario.
Para empezar, es interesante observar el manto protector que la señora Oramas tiende sobre los ciudadanos –los paganos de la crisis–, que son, a su vez, los electores de sus señorías. Dice, así, que "la crisis no surgió porque los ciudadanos vivieran por encima de sus posibilidades, sino que fueron las entidades financieras las que prestaron por encima de sus capacidades y fueron los entes reguladores y supervisores los que obraron por debajo de sus responsabilidades". Mejor no podía expresarse: la crisis fue culpa de los bancos –de las cajas de ahorro, más bien–, que engañaron a los incautos demandantes de crédito haciéndoles creer que vivían en el país de Jauja; y también del Banco de España –regulador y supervisor–, que alimentó ese engaño. El argumento, no por atractivo y políticamente correcto es menos falaz. Porque, evidentemente, los ciudadanos que se endeudaron en exceso vivieron por encima de sus posibilidades. Y lo cierto fue que fueron muchos los que adquirieron ese estado eufórico, porque si no hubiera sido así el país –España– no habría llegado a tener una necesidad de financiación exterior que fue aumentando desde 1998 hasta 2007 hasta llegar a la pavorosa cifra de 100.946 millones de euros –o sea, el 9,3 por ciento del PIB–. Y eso que, gracias a que "el superávit también es socialista", según declaró Zapatero, en ese año el sector público se anotó un exceso de ahorro sobre la inversión equivalente al 2,7 por ciento del PIB, lo que permitió aliviar un poco el tremendo déficit de financiación del sector privado, que se cifró en el 12,0 por ciento del PIB.
Así pues, los ciudadanos, considerados en su conjunto, sí vivieron durante esa década prodigiosa por encima de sus posibilidades. Y lo hicieron sobre todo los más jóvenes demandando viviendas, casándose, comprando coches y yéndose de viaje de novios –endeudados, eso sí, hasta las cejas– porque tenían empleo, ganaban un sueldo y tenían ganas de asomarse a la vida adulta. Además, no podemos olvidar que, en esos mismos años, se incorporaron a ese grupo de jóvenes los que nacieron durante el baby boom de los setenta; es decir, las generaciones más numerosas de cuantas ha habido en la historia de España, de manera que si en 1998 la población de entre 25 y 29 años la formaban 3,28 millones de individuos, en 2007 llegaron hasta los 3,71 millones, pasando por un máximo de 3,77 millones dos años antes. A ellos se añadirían los más de cinco millones de inmigrantes extranjeros que llegaron a España –la mayor parte buscando trabajo–, que también requerían alojamiento. Y, por supuesto, se agregaron asimismo los españoles de clase media y los europeos jubiladosque creyeron que estaban en posición de comprarse un apartamento o un chalet en la costa para sus vacaciones o para su apacible y retirada vida de ancianidad.
Muchos de los aludidos vivieron, efectivamente, por encima de sus posibilidades. Y por eso fueron financiados por los bancos y cajas de ahorro. Por eso, como señala la diputada Oramas, "entre 2000 y 2008, el crédito al sector de la construcción y promoción aumentó en un 661 por ciento y el crédito hipotecario en un 335 por ciento, [de manera que] el 63 por ciento de todo el crédito al sector privado estaba concentrado en actividades inmobiliarias". Sin embargo, aunque esto sea cierto, ello no autoriza a un juicio global, como el antes transcrito, sobre las entidades financieras. Es verdad que Oramas matiza que "los principales culpables fueron los gestores de algunas entidades financieras, no todas", pero olvida señalar que esas entidades fueron cajas de ahorro en cuyos Consejos de Administración y demás órganos de gobierno anidaron los representantes de todos los partidos políticos –desde Izquierda Unida, hoy asociada a Podemos, en un extremo, hasta el PP, en el otro, pasando por todos los grados intermedios–, de los sindicatos y patronales y de todo un elenco de asociaciones vinculadas a aquellos. Representantes que, en general, carecían de conocimientos en materia bancaria –y cuando no era así lo disimulaban para no incomodar– y que estaban allí más para recibir prebendas en forma de dietas y tarjetas black que para dar prudentes consejos. Y olvida también que muchas de las decisiones de inversión de esas cajas de ahorro se tomaban en el despacho de los consejeros de Economía y de Presidencia de las comunidades autónomas, que, a su vez, tenían competencias sobre su supervisión. Tales olvidos no son inocuos, aunque se comprende que si el dictamen elude enjuiciar a los ciudadanos que vivieron por encima de sus posibilidades, también lo haga con los partidos y sindicatos que metieron su cuchara en el suculento mejunje que alimentó las sobrevaloradas expectativas de aquellos.
En lo que sí acierta el papel redactado por la diputada es en enfilar la crítica hacia el Banco de España y, concretamente, hacia sus gobernadores, Caruana y Fernández Ordóñez. Porque, en efecto, la defensa de éstos, alegando que la crisis fue impredecible o que no tenían los instrumentos necesarios para sujetar al sector financiero a reglas prudenciales razonables, no hay por dónde cogerla, por mucho que el exgobernador Luis Linde lo dijera tratando de exonerar las responsabilidades de sus predecesores. Lo de Caruana fue menor, sin duda, porque no le tocó la crisis, aunque su permisividad añadió combustible para ésta. Pero lo de Fernández Ordóñez resultó mucho más grave, porque no sólo actuó defendiendo intereses de partido, sino que se equivocó al instrumentar el abordaje de las quiebras bancarias –porque no quería pisar callos en todo el espectro del poder regional– y, sin duda, provocó que su coste se multiplicara hasta límites netamente superiores a los que se registraron en otros países europeos.
Hace unos días, el Banco de España ha publicado un informe según el cual la parte irrecuperable de ese coste asciende a casi 65.000 millones de euros. Eso, sin contar los miles de puestos de trabajo perdidos, las oficinas cerradas y las innumerables empresas quebradas a las que, finalmente, acabó trasladándose la crisis financiera.