Todos los impuestos son ominosos, esto es, de mal agüero, porque se imponen. Pero hay uno especialmente abominable: el que grava la herencia, los bienes patrimoniales que un fallecido deja a sus familiares cercanos. A pesar de lo cual es un tributo que acogen con gusto muchas legislaciones. Hay razones para ello. Es un impuesto que se ve alimentado por la envidia o el resentimiento, rasgos muy generales del vivir humano.
La herencia de los bienes materiales acumulados por el trabajo o la fortuna de los que fallecen constituye un hecho universal. Sin esa transmisión no existiría la familia; por eso mismo se trata de la institución presente en todas las culturas, aunque puedan variar sus formas.
Todavía más sutil es el hecho de la herencia de los bienes inmateriales que llamamos personalidad y que misteriosamente se cultiva dentro del grupo familiar. Hay que congratularse de que el Fisco no haya encontrado manera de gravar esa transmisión. Se conforma con llevarse la parte cuantificable de la herencia de bienes contables.
Siempre hay ovejas negras en el rebaño familiar, pero por lo general la orientación vital de un adulto, sus ideas y sentimientos, se explican en gran medida por la influencia de los parientes de más edad. También influyen ocasionalmente otras personas. Es una pretensión vana creer que la mentalidad de uno se construye libérrimamente sin el influyo de otras personas próximas.
Una idea muy extendida en nuestro tiempo, común a distintas ideologías, es el deseo de igualdad. Sobre todo, trata de corregir las desigualdades de todo tipo que rigen las relaciones humanas, la organización social. Precisamente, el fundamento de la herencia, material o inmaterial, dentro de la familia es el mantenimiento de la desigualdad básica, la que no se considera injusta. De ahí que la ideología progresista sea tan contraria a la herencia y fomente el impuesto correspondiente para castigar la transmisión del patrimonio inter vivos o mortis causa. (Son latinajos que todo el mundo entiende). Pero, por muy alto que sea el gravamen, persistirá siempre la ventaja o desventaja de nacer o crecer en una u otra familia.
Por mucho que la herencia sea un hecho universal, resulta dificultoso reconocer que la biografía de uno se aprovecha en gran medida de la situación familiar de partida. Es corriente la fatuidad de considerar que los logros individuales se deben exclusivamente a los méritos o en todo caso a la suerte.
Una cuestión no resuelta es el hecho de que los hermanos a veces despliegan personalidades muy distintas, incluso opuestas o encontradas. Es algo parecido al supuesto de que dos personas con el mismo capital material en el punto de partida, pasado un tiempo, pueden alcanzar resultados muy distintos. De nuevo asoma por aquí la ley general de la desigualdad básica en la especie humana.
Lo que no resuelve el impuesto sobre la herencia es la consecución de más igualdad. Se establece porque la voracidad recaudatoria del Fisco parece insaciable y más si lo regenta la izquierda. Representa un intento de cuartear la solidez del grupo familiar, que por sí mismo tampoco es que sea tan coherente como se presume. Por encima de la determinación que impone la pertenencia a una familia estará siempre la libertad humana.
De poco sirve el argumento de que el impuesto sobre la herencia significa gravar dos veces el mismo capital. Por lo menos es un argumento que trae sin cuidado a la izquierda. Lo curioso es que la izquierda actual ya no representa exactamente el estrato de personas menos favorecidas por la fortuna familiar. Aun así, sigue siendo cierto que la izquierda se asocia más al resentimiento, por razones que ahora no están tan claras como en el pasado cercano. Dicho de otra forma, el adscribirse a una ideología de izquierdas o de derechas es ahora más una cuestión de personalidad, menos de historia familiar. Pero esa es otra cuestión.