Theresa May, primera ministra de Reino Unido y encargada de gestionar el complejo proceso de salida del euro, podría tener las horas contadas. El presidente del Comité 1922 habría podido recibir más de 48 cartas para llevar a cabo un voto de no confianza para provocar la caída de la lideresa. En caso de que la moción saliera adelante, May necesitaría el apoyo del 50% de los ministros de su propio partido para seguir en el cargo.
La tarea que ha tenido que acometer la lideresa no es sencilla. Ni ella era una precursora acérrima del Brexit ni el mandato del país fue unánime y decidido. Desde el primer momento, ha remado a contracorriente. El enfrentamiento adquiere múltiples dimensiones y agentes implicados. Por una parte, Reino Unido reniega de una Unión Europea burocratizada, ineficiente y repleta de desincentivos al crecimiento, pero, por otro, también está presente un voto nacionalista que es contrario a los principios básicos de la UE, como la libre circulación de personas.
Atrás quedó la Unión Europea del Tratado de Maastricht, que establecía condiciones para adherirse a la región -a saber, un 60% del PIB en deuda pública y menos de un 3% de déficit público- y que aspiraba a una cohesión al alza entre países y regiones prósperos. En su lugar, Reino Unido se enfrenta a una UE más preocupada en vacunarse artificialmente frente a nuevos procesos de salida antes que en buscar soluciones factibles que supongan un lugar común a ambas partes.
En este contexto, el Reino Unido y la Unión Europea han llegado a un acuerdo para dar forma al Brexit tras el próximo mes de marzo de 2019:
- Reino Unido permanecerá en la unión aduanera durante el período de transición -diciembre de 2020-. Esto implica que pierde su capacidad de negociación con terceros países y que sigue formando parte del sistema judicial de la Unión Europea, dos de las líneas rojas marcadas por los euroescépticos.
- Reino Unido se compromete al desembolso de 39.000 millones de libras, la misma cifra que tendría que abonar en el caso de continuar en la Unión Europea.
- La frontera con Irlanda del Norte, uno de los puntos clave del acuerdo, se cierra con un mecanismo "backstop". Esto es, un preacuerdo por el cual la región seguirá formando parte de la unión aduanera en caso de que en diciembre de 2020 ambas partes no hayan llegado a un acuerdo definitivo para que Reino Unido e Irlanda del Norte abandonen la zona euro.
Tras la publicación de sus casi 600 páginas, las alarmas han saltado en Reino Unido. Ni los parlamentarios a favor del Brexit ni los que están a favor de permanecer en la UE están conformes. El desfile de dimisiones ha hecho tambalear al Gobierno de May.
Está claro que ni este acuerdo, ni ningún otro, es beneficioso para Reino Unido, pero tampoco lo es para la Unión Europea. En el Brexit no hay ganadores y perdedores, todos perdemos. Y, sin embargo, parece que a los europeos el Brexit no nos despeina y la pelota está en manos de los ingleses, cuya economía va a sufrir una debacle sin precedentes. Como si la pérdida de la segunda región de la UE, capaz de aportar el 15% del PIB, y del segundo donante al presupuesto comunitario, fuera un golpe fácil de digerir.
Para entender el Brexit es importante analizar cómo Theresa May puso en valor el acuerdo: "Hemos conseguido salir de la Política Agraria Común". Toda una declaración de intenciones. Nuestros gobernantes, mientras tanto, permanecen expectantes y brindan, aunque sin mucho ruido, por la consecución de los 40.000 millones. Recursos que, principalmente, irán destinados a seguir drenando Europa de los mismos incentivos perversos de los que países como Reino Unido están escapando.
Estamos intentando dar lecciones de economía y diplomacia a Reino Unido. Un ejercicio, cuanto menos, atrevido, teniendo en cuenta que están creciendo el triple. Esto, teniendo en cuenta que el Brexit ha supuesto un descenso de la capacidad potencial de crecimiento y generación de empleo del país.
Los últimos datos para Reino Unido arrojan un crecimiento del 0,6% trimestral -1,5% interanual -, una tasa de paro del 4,1% que evoluciona a la baja y un crecimiento de los salarios que no se veía desde el último trimestre de 2008. Todo ello en un contexto en el que tanto el Gobierno como el Banco de Inglaterra se arman para afrontar shocks futuros. El déficit acumulado hasta septiembre de 2018 fue de 19.900 millones de libras, el menor desde 2002, y 10.700 millones menos que en el mismo período de 2017.
Mientras, en Europa el crecimiento es raquítico y las preocupaciones se multiplican. El riesgo se concentra en Italia y España. Sin embargo, los últimos datos de Alemania sorprendieron con un -0,2% trimestral, y Francia también está en plena desaceleración. Por si esto fuera poco, el fin de los estímulos monetarios nos ha cogido a prácticamente todos sin los deberes hechos. El BCE ya está preparando otros 250.000 millones para tapar agujeros y perpetuar desequilibrios en 2019.
A raíz de un reto como es el Brexit podríamos estar construyendo una Europa que volviera a ser motor de la economía mundial. Sin embargo, preferimos perpetuar un modelo que nos debilita y da alas a los populismos. Los 40.000 millones ingleses se van a evaporar en 2020, con el nuevo acuerdo marco para el presupuesto comunitario. Entonces, vendrán inventos como el impuesto a las tecnológicas, los gravámenes medioambientales o cualquier otro cuya finalidad sea perpetuar modelos de gobernanza fallidos.
El Brexit no es positivo para ninguna de las partes. Los negociadores no deben afanarse en encontrar un acuerdo beneficioso porque no existe. Con una salida digna es más que suficiente. Por lo demás, visto lo visto, un entorno de certidumbre económica es la mejor herramienta para que ninguna de las partes sufra más impacto del estrictamente necesario. Eso y devolver la Unión Europea a sus orígenes.