Como en España no hay nada que no resulte definitivamente empeorable, a los peronistas de todos los partidos les ha faltado tiempo para lanzarse sobre la sentencia del Supremo. Tenían prisa, se ve, para añadir al descrédito de la Justicia el de la política concebida como una actividad propia de adultos. Así, una ley socialista vigente desde 1993, la que regula el impuesto de actos jurídicos documentados, norma que aplicaron PP y PSOE a lo largo de un cuarto de siglo sin nunca jamás plantear objeción alguna a la bonanza de su desarrollo reglamentario, resulta que se ha convertido, y en menos de veinticuatro horas, en el gran oprobio nacional. Y en medio del carrusel de alegres promesas fiscales al que estamos asistiendo desde la noche del martes, ese frívolo a ver quién da más en el que andan enfrascado los pescadores en río revuelto de los partidos nacionales, la pose más chusca, por falsaria, es la que acaba de adoptar el Gobierno.
Sánchez quizá no lo sepa aún, pero ese iniciativa suya de traspasar la carga del impuesto a los bancos tiene un precedente calcado en la política económica de los falangistas cuando las vísperas del Plan de Estabilización, allá por 1956. Porque en este mundo todo está inventado, incluida de demagogia de brocha gorda con las cosas de comer. Así, el camarada José Antonio Girón de Velasco, un populista azul mahón que nada tendría que envidiar –ni aprender– de sus muchos émulos actuales, ordenó en su día dos subidas consecutivas de los salarios que casi doblaron las nóminas que debían afrontar las empresas españolas cada mes. Y como el despido estaba prohibido de facto, los empresarios no tuvieron otro remedio que endeudarse hasta las cejas con la banca para poder asumir los pagos. Pero el decreto de Girón, acaso para sorpresa del propio Girón, no había logrado que el número de gallinas, vacas y cerdos de que disponía España se doblase igualmente de la noche al día. Por eso, cuando todo aquel nuevo dinero en el bolsillo de los asalariados empezó a agolparse delante de los mostradores de las tiendas de productos de primera necesidad, los precios empezaron a correr como liebres durante un par de años seguidos.
Al final del juego, en 1958, la inflación había conseguido reducir la participación de los sueldos en la renta nacional, los trabajadores veían cómo sus ingresos reales habían disminuido y su posición relativa empeorado, y el país, por su parte, estaba al borde ya de la quiebra. Y es que el camarada Girón, como los discípulos vallecanos de Hugo Chávez y como el presidente Sánchez, desconocía que la Economía tiene leyes que no se saltan firmando un decreto para la galería. Aquí y ahora, diga lo que diga Sánchez, los bancos, a fin de cuentas agentes económicos racionales cuya fuerza motriz reside en la maximización del beneficio, van a trasladar el coste íntegro del impuesto al precio final de las hipotecas que concedan a sus clientes. Naturalmente que lo harán. El precio efectivo de las hipotecas, pues, será el mismo que antes de la machada telegénica del presidente contra el Supremo. Exactamente el mismo. Pero, eso sí, los camisas viejas de la Falange, como el Cid después de muerto, también habrán ganado su última batalla desde el más allá.