En otras condiciones, habría pensado que es una broma. Sin embargo, dado el Gobierno que tenemos, reforzado por sus sostenedores, la cosa empieza a ser muy preocupante.
Lo es porque las manifestaciones, sin gracia alguna, denotan sectarismo, evidenciando una forma pasada de entender el mundo y la sociedad –nuestra sociedad– como comunidad humana. Una forma de gobernar que dista mucho de lo que una persona del siglo XXI siente merecer de sus gobernantes.
No me asombro de los brotes dictatoriales a los que puede estar tentado cualquier Gobierno en sus decisiones. Algunos dirán que gobernar para hacer lo que se debe y, de entre ello, lo que se puede no merece la pena. El atractivo para muchos –aun para los autodenominados demócratas– es gobernar para hacer lo que les venga en gana. Más aún si consiguen hacerlo sin control.
Muchos españoles, durante muchos años, aspiramos a, en algún día, ser reconocidos como sujetos mayores de edad política, responsables, cuanto menos, para con nosotros mismos.
Por eso en 1975, más aún en 1977, se nos iluminó la existencia. Aquella esperanza en la mayoría de edad, tomando decisiones según nuestro propio criterio, empezaba a hacerse realidad. No quiero que, de nuevo, alguien vacíe mi existencia tomando decisiones por mí, coactiva o paternalmente.
Dictadura, ninguna: ni de militares, ni del proletariado ni de los capitalistas; tampoco los eufemismos dictatoriales de las democracias con apellido: las orgánicas o las populares. El lenguaje de la señora ministra de Hacienda, reavivando recuerdos, me ha producido enorme inquietud.
Al decir de la ministra, una subida en el Impuesto de Sociedades (impuesto éste que debería desaparecer, subsumiéndose en el IRPF, pues sólo las personas físicas son las que sufren la tributación y las que pueden aspirar a la justicia tributaria), además del gravamen de un nuevo impuesto sobre las transacciones financieras, se establecen, precisamente, para favorecer a las empresas.
Señora ministra, lo siento, pero nunca acepté que don Francisco Franco me dijera qué era lo mejor para mí. Esa fue una prerrogativa que sólo tuvieron mis padres, a quienes agradezco cuanto hicieron y cómo lo hicieron, siempre sintiéndome libre. Comprenderá que, a estas alturas, no pueda aceptar que usted decida qué es lo mejor para mí –si yo fuera empresario–.
Si está dispuesta a incrementar los gravámenes impositivos manu militari, hágalo; no tendré más remedio que sufrirlo, pero no lo haga porque es lo mejor para mí. Hace muchos años que eso lo decido yo, que, además, soy el único que tengo derecho a equivocarme.
Por otro lado, la mala imagen de las empresas es una asignatura pendiente muy común en la izquierda española, siempre tendente al radicalismo. Pero actualícese: eso, en el año 1917, dado el nivel de ignorancia, podía venderse con facilidad.
Hoy, cuando tantas empresas tienen que cerrar por pérdidas insoportables, que usted no reconozca el mérito de las que subsisten me parece una injusta desconsideración, sólo atribuible a una ideología socialmente injusta.