España sufrió una dura crisis tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, pero el profundo ajuste de costes, productividad y competitividad que acometió el sector privado hizo que, en cuanto el sector público liberalizó el mercado de trabajo, la recesión quedase atrás de forma relativamente veloz. Entre 2013 y 2014, se consolidó el cambio de tendencia de la economía y, a partir de 2015, el crecimiento cogió velocidad y la creación de empleo alcanzó niveles récord.
Una de las vulnerabilidades que aún arrastra España es la del elevado endeudamiento público. Pese al desapalancamiento de familias y empresas, las obligaciones del Tesoro no han parado de crecer, hasta sumar un pasivo equivalente al 100% del PIB. En las actuales condiciones monetarias, dicha deuda es medianamente asumible. Sin embargo, la eventual normalización de la política de los bancos centrales supondrá un súbito encarecimiento de los bonos públicos y pondrá en la diana a los países que peor lo estén haciendo a la hora de controlar sus finanzas.
En los últimos años, el Gobierno de Mariano Rajoy adoptó una estrategia de reducción de déficit que pasaba por moderar el aumento del gasto público y permitir que la recuperación del crecimiento se tradujese en mayor recaudación fiscal. Se podrían poner muchos peros a esta estrategia, puesto que supone apuntalar gastos estructurales que resultan, a todas luces, excesivos. No obstante, al menos se puede decir que esta estrategia permitió que el déficit se redujese significativamente en los años de gobierno de los populares, pasando del 10% al 3% del PIB en seis ejercicios.
La llegada al gobierno de Pedro Sánchez coincide con un momento relativamente dulce en la economía española. El pasado mes de junio, la moción de censura llegaba en un contexto de fuerte crecimiento, intensa creación de empleo y progresiva mejora de los salarios. Por tanto, había quienes esperaban que el nuevo gabinete actuase con prudencia a la hora de gestionar la cosa pública.
Sin embargo, la irresponsabilidad que ha demostrado el Ejecutivo socialista y el conocido extremismo de sus socios parlamentarios han hecho que España vuelva a estar en la diana por su falta de rigor fiscal. No en vano, Bruselas viene de reprochar al Gobierno que pretenda aumentar el gasto público en 16.000 millones de euros sin siquiera asegurarse de que semejante despilfarro vaya a ser cubierto con los suficientes ingresos fiscales.
La torpeza de esta estrategia ha quedado patente con la publicación de la estadística de ingresos fiscales para enero-agosto. En términos homogéneos, Hacienda ha recaudado en 2018 un 5,6% más, gracias a un repunte del 8,2% en el IRPF, del 5,3% en Sociedades, del 4,2% en el IVA y del 6,6% en el resto de figuras fiscales. Lo vemos en la siguiente tabla:
Durante el período comprendido entre el primer y el octavo mes del año, los impuestos se mantuvieron constantes. Sin embargo, el crecimiento económico facilitó el progresivo aumento de los recursos públicos, ayudando a cuadrar las cuentas y a generar más ingresos sin necesidad de aumentar la presión fiscal.
No es la primera vez que esto ocurre, ni mucho menos. Tras las subidas de impuestos de 2012-2014, la rebaja de 2015 supuso el último cambio significativo en materia de política tributaria. Desde entonces, los ingresos fiscales han crecido de 175.000 a 194.000 millones de euros anuales, tal y como acreditan los informes de recaudación de la Agencia Tributaria.
Entre 2015 y agosto de 2018, la tasa de variación de la recaudación arroja un promedio del 4%. Por tanto, sin necesidad de subir los impuestos, el fisco ha conseguido subir la recaudación de manera progresiva. Obviar esta realidad es la gran torpeza de Sánchez. Si la estrategia vigente en los últimos años tenía la virtud de no obstaculizar la recuperación, el plan impositivo comunicado recientemente por el gabinete socialista hace todo lo contrario y persigue un refuerzo de los ingresos fiscales a costa de golpear con nuevos gravámenes a las empresas y las clases medias.