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Amando de Miguel

La semana de cuatro días

El trabajo deja de ser el centro de la atención vital, como ha sido hasta ahora, nada menos que desde la salida del Paraíso Terrenal.

Hace más de un siglo costó Dios y ayuda aceptar un límite horario a la semana laboral de los trabajadores por cuenta ajena. En la agricultura y el resto del sector primario (donde se empleaba el 80% de los ocupados) se trabajaba "de sol a sol", y eso en verano. Todavía a principios del siglo XX en la siderurgia vizcaína se hacían violentas huelgas para reducir la carga de trabajo a solo 11 horas diarias. Era una labor agotadora, pero se aceptaba porque la alternativa del campo era mucho peor.

A lo largo del siglo XX se fue consiguiendo poco a poco la semana de 48 horas y en muchos lugares la de 40 horas. No para ahí la cosa. En algunos países más avanzados (donde rinde mucho el trabajo) se inaugura con éxito la semana de 32 horas. Es decir, el fin de semana consta de tres días completos. Añádase las crecientes facilidades para vacaciones, permisos, bajas, absentismo, puentes y demás formas de ausencia de trabajo. Todo este proceso se debe a que las tareas se hacen cada vez más productivas gracias a la informática en un sentido amplio. Es más, se plantea la posibilidad de que muchos ocupados por cuenta ajena realicen sus obligaciones en el domicilio a través de la vía telemática. Al final se reduce la jornada de trabajo propiamente dicha, pero se alargan las horas empleadas en el transporte, en ir de acá para allá. Lo que la informática no ha podido superar es que necesitemos reunirnos constantemente, tanto para el ocio como para el negocio. No se entiende muy bien esa necesidad gregaria. Las grandes ciudades, como Madrid, se nutren de las facilidades que dan a muchas personas para encontrarse en la capital con propósitos de trabajo o de ocio.

Una conclusión de todo lo anterior es que el trabajo deja de ser el centro de la atención vital, como ha sido hasta ahora, nada menos que desde la salida del Paraíso Terrenal. Puede que ello tenga su lado liberador, pero preocupa el deterioro de la tradicional ética del esfuerzo. Lo cual conduce a un tipo de sociedad en la que aumenta el número de personas insatisfechas. Lo dice el imparable consumo de medicamentos, alcohol y drogas de toda especie.

No vamos a poder quejarnos mucho del atractivo que genera nuestra sociedad sobre los jóvenes de los países llamados púdicamente "en desarrollo". Es una etiqueta falaz o irónica, pues lo que les pasa es que no se desarrollan. Los españoles autóctonos nos podremos lamentar de esa invasión de inmigrantes. Ahora bien, al tiempo debemos reconocer que esas masas se hallan dispuestas a desempeñar los trabajos más onerosos, los que desechamos los aborígenes, no tanto por el número de horas como por el tipo de tareas poco apetecibles.

La incesante reducción de las horas de trabajo se corresponde con el auge de las actividades de ocio, singularmente los espectáculos y otros eventos a través de la televisión. Cada vez se añaden más las pequeñas pantallas portátiles (y no "móviles", como suele decirse). Han llegado también a muchas personas de los países "en desarrollo", de tal forma que se les hace visible lo bien que se vive en los países desarrollados. Basta esa comparación cotidiana para que se apresten a la emigración masiva, por muchos obstáculos que se encuentren en el camino, sean vallas, fronteras o mafias. Saben que, superados todos esos inconvenientes, al llegar a España recibirán el apoyo de algunos paisanos y sobre todo el de los llamados "servicios sociales". Los cuales hay que pagar vía impuestos; no son tan gratis, como parecen.

Total, que ni siquiera va a tener sentido hablar de una jornada laboral, por corta que pueda ser. La distinción fundamental va a ser entre los trabajos de la población indígena y los de los inmigrantes modestos. Ningún sindicato se ha planteado ese contraste como el que realmente marca la sociedad en nuestros días y en los países como el nuestro. No digamos "los países de nuestro entorno", pues el entorno por el sur es África.

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