La inquina tan profunda, tan atávica, tan sin distinción de adscripciones partidistas, de tantos españoles contra la banca y contra todo lo que esté relacionado con las finanzas en general. Algún estudioso debería hurgar en el inconsciente histórico de nuestro país para averiguar de dónde demonios procede ese sesgo tan castizamente hispano. Algo, la crónica predisposición colectiva contra los bancos y los banqueros, que se antoja aún más extraño si se repara en que España no es un país marcado por una potente tradición cultural socialista o comunista, los casos de Alemania, Francia o Italia, por ejemplo. Eso aquí apenas existió durante de brevísimo intervalo de la República y la Guerra Civil, un instante efímero. El origen del odio local a la banca es un misterio que quizá solo se pueda explicar por la impronta tan profunda con que el catolicismo marcó nuestra cultura nacional durante siglos. Una huella, la de la Luz de Trento que combatió sin descanso a judíos y protestantes, grupos asociados siempre con el culto al dinero en nuestro imaginario tradicional, que, pese a la secularización aparente que caracteriza al instante contemporáneo, sigue moldeando la forma profunda de de ser y de pensar de demasiados españoles, desde los okupas antisistema del Patio Maravillas hasta los señores magistrados del Tribunal Supremo.
Seguramente, eso es lo que en verdad hay detrás de situaciones tan inconcebibles en cualquier otro país moderno, desarrollado y europeo como la chusca disputa pública entre los jueces del más alto tribunal del país a cuenta de si los bancos deben pagar o no el impuesto de actos jurídicos documentados. Reyerta entre togas y puñetas de la que lo primero que cabe concluir es que jueces y magistrados españoles siguen viviendo en el siglo XIX, cual personajes de Galdós. ¿O cómo entender que ahora vayan a tardar quince días en poner el huevo de la eventual retroactividad de la sentencia? Quince días equivalen a una eternidad en los mercados financieros globales. Quince días, por lo demás, en los que no dejará de prodigarse esa sarta de disparates con que unos y otros, jueces detractores y jueces entusiastas de la sentencia, han decidido dejar en ridículo a la Justicia. He ahí disparates como el de razonar, y por escrito, que la sentencia ha sido guardada en el congelador por el "impacto social" de su contenido. Un juez, y nada menos que del Supremo, predicando que las sentencias no se deben ajustar a lo que ordene el Derecho sino a su eventual impacto social. Argumento estupefaciente según el cual el juez Llarena, sin ir más lejos, estaría obligado a liberal mañana mismo a Oriol Junqueras, reo cuya estancia en prisión ha provocado un incuestionable impacto social en Cataluña. ¡Y ese es el que parecía más sensato!
Por no reproducir aquí, en fin, la ristra de notas de prensa con que en las últimas horas las distintas asociaciones corporativas de jueces y fiscales se refieren a "los intereses de la banca" como si glosasen la estampa del mismísimo Lucifer. Notas en las que jueces que se definen a sí mismos como "progresistas" celebran gozosos el redactado de la sentencia. Pues, según parece, lo progresista es demoler en una semana el valor bursátil de los ahorros de los más de cuatro millones de accionistas que posee únicamente el Banco de Santander. Cuatro millones de personas, el equivalente, grosso modo, a la suma de todos los habitantes de Madrid y Barcelona. Cuatro millones de personas que acaban de perder una parte notable de sus ahorros por culpa de las alegres gansadas erráticas de los muy progresistas señores magistrados del Tribunal Supremo. Pero es que el BBVA roza por su parte el millón de titulares individuales de acciones devaluadas por los mismos progresistas. Y Caixabank pasa con creces de los 600.000. Eso solo por mencionar a las tres entidades financieras con mayor ponderación en el Ibex. Por donde menos lo esperábamos, vuelve la Edad Media.