La milenaria historia numismática de España desembocó en un siglo XIX durante el que se sucedieron diversas unidades monetarias. Sólo durante el reinado de Isabel II convivieron el real y el escudo, divididos y multiplicados a su vez en unidades menores y mayores como el centén, el décimo, el doblón, el duro y la peseta.
Fue precisamente este término importado del catalán a principios del siglo XVIII (diminutivo de peça, "pieza") el que los legisladores del Sexenio Revolucionario elegirían para la nueva unidad monetaria, que quedó establecida el 19 de octubre de 1868 según el sistema métrico decimal y en el contexto de la Unión Monetaria Latina, en vigor desde 1865 hasta 1927 en Francia, Bélgica, Italia, Suiza, España, Grecia, Austria y varios países balcánicos.
El ministro de Hacienda que ha pasado a la historia por aquella fundación monetaria fue el barcelonés Laureano Figuerola Ballester, nacido en Calaf en 1816. Egregio catedrático de Derecho Administrativo y Economía Política, se distinguió en las luchas políticas de su época por su activa militancia liberal progresista. Dedicó sus mayores esfuerzos a combatir el proteccionismo arancelario, que consideraba funesto para el desarrollo industrial de España. Por esta razón fue el principal destinatario del odio de la mayoría de los industriales catalanes de su época, sostenedores de la opinión de que la débil industria española, concentrada en buena parte en Cataluña, no sobreviviría al contacto con la competencia de otros países europeos sin la ayuda de unos Gobiernos que garantizaran la cautividad del mercado nacional mediante el establecimiento de fuertes aranceles a los productos extranjeros.
Durante décadas explicó sus puntos de vista en numerosos discursos y escritos, que encontraron especial oposición en una Cataluña férreamente proteccionista. Por eso Figuerola fue una persona muy poco querida en su tierra natal, donde se le percibió como un traidor a España y, más concreta y directamente, como un enemigo de los intereses económicos locales.
La idea proteccionista en Cataluña es dogmática, esto es, no se discute, pero yo, que a pesar de la atmósfera de mi país, Cataluña, siempre proteccionista, he sentido la idea del libre cambio, la he estudiado una y muchas veces, a ver si es que estaba ofuscado, y he visto que no, he visto que la razón no está de parte de mis paisanos.
Célebre fue el enfrentamiento de Figuerola, ya ministro, con el presidente Prim y el diputado José Puig y Llagostera, catalanes ambos. Entre otros detalles, Puig acusó a Figuerola de "entregar el país atado de pies y manos a quien quizá se lo compró". Llovieron piropos en ambas direcciones y poco faltó para que llegaran a las manos e incluso a los floretes.
En 1885, dos días antes de que los delegados catalanes fueran recibidos por Alfonso XII para entregarle el Memorial de Agravios, los librecambistas celebraron un gran acto en el Teatro Real a propósito del tratado comercial con Gran Bretaña, que había levantado las iras de los proteccionistas catalanes y provocado su acción ante el monarca. Lo presidió el incombustible Figuerola, que denunció a los "industriales privilegiados" con estas palabras:
Hay muchas personas que obran con notoria malicia o ignorancia de los hechos, sacrificando el interés general de la nación a los suyos particulares, y que al decir ruina, quieren decir menos ganancia, menos palacios que levantar, menos acumulación de millones en sus bolsillos, sacándolos de los bolsillos de los demás españoles.
En años posteriores sería elegido primer presidente de la Institución Libre de Enseñanza, concejal del Ayuntamiento de Madrid, ciudad en la que residía y en la que fallecería en 1903, y presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
Pero no estuvo solo Figuerola en su cruzada librecambista, pues su segundo en el ministerio, y coautor tanto de la instauración de la peseta como de la reforma arancelaria, fue su paisano Joaquín María Sanromá y Creus. Erudito economista nacido en Barcelona en 1828, fue otra de las figuras descollantes del librecambismo español del siglo XIX.
En sus Memorias denunció que "unos cuantos fabricantes catalanes y otros tantos ferreteros vizcaínos tenían metido el país en un puño". Con ellos hacían coro algunos empresarios cerealistas castellanos, pero la parte del león se la llevaban sus paisanos:
Pero los gallitos de la fiesta eran los proteccionistas de mi tierra, y muy especialmente los algodoneros. A fuerza de ingeniosas combinaciones, habían llegado a tomar una posesión mansa del consumo general, de la Administración y de la Hacienda. Pagando, como pagaban, una contribución insignificante en comparación con los tributos que pesaban sobre la mayoría de las industrias no protegidas, pretendían, sin embargo, ser los representantes de la industria del país; y limpia, lisa y llanamente, declaraban enemigo de la industria nacional a todo el que se los pusiera por delante. Maña muy conocida, y enteramente igual a la que suelen poner en uso todas las clases que aspiran al mando o al mangoneo (…) Con tales ínfulas de suprema encarnación industrial, mis buenos paisanos del hilado y del tejido habían logrado, como lo han vuelto a conseguir después, ejercer en Barcelona una verdadera soberanía, y en el resto de España un verdadero pontificado. Ellos conminaban, ellos palmeteaban, ellos excomulgaban. Si algún célebre abogado de allí hubiese deseado perder su clientela, o la suya algún médico celebérrimo, no tenía más que declararse en público partidario de la libertad de comercio.
Denunció la estrategia de presión de los industriales catalanes a los Gobiernos nacionales en defensa de sus intereses privados:
Tenían una organización vastísima. En la capital del Principado, el gran Sanhedrín de la Junta de Fábricas (…) En Madrid, un comisionado especial, con treinta o cuarenta mil reales de asignación, y siempre a la husma de lo que se susurraba, de lo que se decía, de lo que pudiese ser una amenaza para los sagrados intereses. Y en el Parlamento, un par de santones de talla, con su Quos ego preparado para el supuesto, y poco probable caso, de que algún desdichado ministro de Hacienda, apurado por las necesidades del Tesoro, pretendiese correrse un poco, aflojando los tornillos de las Aduanas.
Así resumió Sanromá la actitud de la burguesía industrial catalana de aquellos días:
Gimoteando siempre; siempre tan desatendidos, siempre tan melancólicos. Condición eterna de aquellas gentes: hacer la fortuna a pucheritos.
En España el tiempo pasa en balde.
PS: Mayor información sobre estos y parecidos asuntos en Jesús Laínz, El privilegio catalán. 300 años de negocio de la burguesía catalana, Ed. Encuentro, Madrid 2027.