Una de las claves del buen funcionamiento de la llamada economía de mercado es el principio de que "el cliente tiene razón". Significa al menos que hay que atender sus quejas y argumentos con la mayor cortesía y eficiencia por parte de la empresa. Pues bien, en la España actual eso no existe. Reconozco (ahora dicen "admito") que pueden darse excepciones, pero hoy me toca exponer un par de casos vividos en los últimos quince días para que juzguen los lectores.
Llevo muchos años viviendo en la misma casa de la Sierra madrileña. El consumo de agua, como es previsible, oscila muy poco de un mes a otro, según las estaciones. Hasta que en la última factura observo con alarma que el consumo registrado es varias veces el usual. (Recuerdo la advertencia de un profesor de estadística: cuando una observación se aleja de la curva de la distribución normal, lo más probable es que se trate de un error de medición). Entro en contacto con el Canal de Isabel II. Me dicen que no envían a nadie, que soy yo quien tiene que revisar el contador. Ni siquiera poseo una llave para abrir el cajetín donde se aloja el chisme dichoso. Me sugieren en el Canal que tendría que comprarme una llave. Finalmente, logro que el guarda de la urbanización me ayude a abrir el cajetín. Parece que el contador funciona bien, pero yo no soy un experto en leer contadores. Desde luego, en la casa no se ha observado ninguna fuga de agua ni nada parecido. Se lo notifico al Canal. Recibo una respuesta de un directivo por correo ordinario, redactada así: "En relación a su comunicación…informarle…". Supongo que el tal directivo es un inmigrante de otra cultura, pues es incapaz de redactar en castellano correcto: "En relación con (o con relación a)… le informamos…". Lo fundamental es que el Canal muestra una extraña parsimonia. Incluyo una tediosa comunicación telefónica con el robot de la empresa, que se entretiene en alargar la conversación y en informarme de no sé qué derechos a la privacidad. Emplea el truco de que me llama para colgar en seguida. Así soy yo quien tiene que realizar la llamada. Total, que después de dos semanas de conversaciones vanas, por fin me aseguran que va a venir un inspector a verificar la incidencia. Nunca me dicen si el posible error pudiera ser de la empresa. Tampoco nadie me pide perdón por las molestias. En el entretanto, el Canal se ha apresurado a cobrar la ominosa factura. Me aseguran que no pueden detener el cobro. Comento que, de paso, el total de la factura del agua comprende una pequeña parte por la "aducción". Se añade otra parte por "distribución" y una tercera, más sustancial, por "cuota suplementaria de distribución". Averigüe Vargas qué significan tales misteriosas rúbricas, para mí un tanto redundantes.
Por los mismos días me hago un análisis de sangre por indicación de mi urólogo. Lo realiza, como siempre, la empresa Diagnoslab. El marbete parece un tanto amplificado, pues su menester es hacer análisis, no diagnósticos. Al finalizar la prueba, me dan una contraseña para recoger los resultados vía internet. Hasta hace un año, la cosa funcionaba bastante bien. Pero últimamente se ha complicado todo con el quilombo de la privacidad de los datos y resulta imposible acceder a los resultados a través del ordenador. Las instrucciones que dan para ello resultan confusas y vanas. Hago gracia al lector de la cantidad de tiempo perdida en ese intento. Hay que personarse en la oficina para recoger el papelito. Con lo fácil que sería enviar telemáticamente esa información al médico y al paciente. Lo de la "privacidad" y la "confidencialidad" de los datos son macanas, excusas de mal pagador para humillar al cliente. De ese modo la empresa pasa por situarse en la vanguardia de la responsabilidad social corporativa, entre otras lindezas.
Ya sé que son dos experiencias mínimas y personales, pero podría ampliarlas con más sucesos de un orden parecido. Lo que importa es concluir que, por desgracia, en el capítulo de las relaciones comerciales, el cliente no siempre tiene razón. Esa es la triste realidad.