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José T. Raga

¡Por el cambio!

Los sindicalistas son conscientes del deterioro de su imagen, de su falta de credibilidad, de su desconexión con el mundo del trabajador, cuyos derechos se supone pretenden proteger.

Sí señor. Hoy, también yo hablo del cambio. Y la sorpresa para los lectores trataré de disiparla inmediatamente. Soy consciente de que siempre he criticado, incluso hecho mofa, de ese espíritu de cambio por el cambio.

El cambio nunca se justifica por sí mismo. Cambiar de una situación a otra peor no pasa de ser un homenaje al masoquismo. Y en la Historia no han sido pocos los cambios producidos para peor.

Siempre, también, he criticado el inmovilismo como arrogancia de quien se siente superior, conocedor de la verdad que los demás ignoran, que cierra las puertas al exterior e impermeabiliza su yo.

Por ello, frente al rotundo no al cambio por el cambio, con igual rotundidad afirmo el sí al cambio por un proyecto mejor; un proyecto en el sentido más amplio del término, desde el circunscrito a un ámbito reducido –social, corporativo, institucional, político, económico…– hasta el que compromete a la sociedad entera.

Parece ser que, con ocasión de los 130 años de la Unión General de Trabajadores (UGT), el sindicalismo español está preocupado por sí mismo, por su actual deriva y, en última instancia, por su función en el siglo XXI, tiempo muy distinto al que le vio nacer.

La realidad, según los propios sindicalistas, es mala, por lo que debería encauzarse un cambio para mejorarla. Son conscientes del deterioro de su imagen, de su falta de credibilidad, de su desconexión con el mundo del trabajador, cuyos derechos se supone pretenden proteger.

El resultado más visible de todo ello es la disminución alarmante de la afiliación, sustituida, como pócima para el dulce morir, por las subvenciones –en recuerdo de un sindicalismo vertical ya olvidado–, generadoras de una esclavitud al señor que les mantiene.

Junto a ello, un discurso vacío –válido quizá en los albores de la revolución industrial– que hoy suena a rancio, a desconocido, a alejado de la realidad que la sociedad, particularmente los trabajadores, no identifica con sus problemas vitales.

Por ello, es hora del cambio; más aún, es necesario el cambio. La oportunidad y la sensación de necesidad no permiten falacias ni interpretaciones contradictorias con la realidad.

El problema no está en la revolución tecnológica; ésta es nada comparada con la revolución industrial que abonó su nacimiento; tampoco está en la globalización – aplicada con gran timidez–, menos aún si el discurso ideológico se sitúa en la unidad de los trabajadores del mundo –¡Trabajadores de todos los países, uníos!–. La contradicción interna, la confrontación con el capital –cuando la inversión empresarial por trabajador alcanza niveles nunca imaginados antes–, la corrupción y la estructura jerárquico-burocrática son algunas de las imágenes que perciben los trabajadores al pensar en los sindicatos, dificultando, hasta eliminar, su sentido de pertenencia.

¡Bienvenido el cambio, si es para bien! Como la empresa se ha modernizado –la que no, ha desaparecido–, se requiere una modernización del sindicalismo que sirva de nuevo a su fin, sin dependencias partidistas.

En Libre Mercado

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