Varios ayuntamientos españoles importantes, y no todos ellos en la órbita de Podemos, han declarado la guerra a esa plataforma virtual, Airbnb, que anda revolucionando los fundamentos mismos de la industria turística en el mundo entero a velocidades de vértigo. Y la pregunta, como diría Lenin, es qué hacer. ¿Hay, en nombre del Progreso y de las nuevas tecnologías de la información, que ponerse del lado de la empresa frente a los retrógrados y nostálgicos que ansían aferrarse a las inercias de un universo ya obsoleto y condenado irremisiblemente a desaparecer? ¿O acaso la implantación entre nosotros del modelo de Airbnb encierra un oscuro potencial nocivo que convendría atajar antes de que sea tarde? El capitalismo es un sistema económico que muta sin cesar, constantemente, y que en su ultimísima reencarnación, la de la globalización de los mercados y de la extensión a todos los sectores de la transformación vinculada a la digitalización de los procesos productivos, esa a la que asistimos ahora, recuerda en muchos aspectos a cómo era él mismo en el siglo XIX, cuando vivía sus primeros albores. Sin ir más lejos, ese conflicto político, el de los municipios turísticos contra Airbnb, se parece mucho a la guerra que mantuvieron capitalistas y terratenientes por las famosas leyes del trigo durante la Revolución Industrial. Al cabo, dos conflictos de intereses parejos.
A principios del siglo XIX, es sabido, los salarios de los obreros no podían bajar por culpa de los precios de los alimentos (el trigo, sobre todo) que vendían los terratenientes ingleses opuestos a liberalizar las importaciones en su sector. A los capitalistas, pues, no les quedó más remedio que declararles la guerra en el Parlamento para acabar con los aranceles al trigo. Y se la ganaron. Por eso el mundo occidental es hoy como es. Porque si en aquella batalla política se hubiesen impuesto los terratenientes, los taxis, tanto los de Uber como los otros, aún serían carruajes de madera tirados por caballos. Porque el mercado, contra lo que creen aún hoy algunos ingenuos, no es el fruto de ningún orden espontáneo sino que, bien al contrario, supone la consecuencia final de mil conflictos políticos en los que sus defensores lograron salir airosos. Pero no nos desviemos. Lo de Airbnb se parece, decía, a aquellas querellas decimonónicas porque, igual que ocurría con la aristocracia terrateniente y su trigo protegido por aranceles, el alquiler de habitaciones privadas en los centros de las ciudades provoca conflictos de intereses con otros sectores de la economía ajenos al turismo. Y muchos, además. De hecho, la irrupción de Airbnb está perjudicado a casi todos los sectores de las estructuras económicas locales, salvo a uno muy concreto: el de los propietarios de inmuebles.
El capitalismo es un sistema que funciona muy bien abaratando los costes de producción de cualquier mercancía a lo largo del tiempo. Por eso un coche es muchísimo más barato hoy que hace medio siglo. Y por eso hace medio siglo era ya mucho más barato que hace cien años. Eso, abaratar costes por medio de aumentar la producción, el capitalismo lo puede hacer con cualquier cosa, salvo con los bienes que no son reproducibles. De ahí que los cuadros de Picasso, no reproducibles por definición, valgan cada vez más dinero y no menos. Los cuadros (originales) de Picasso no se pueden reproducir. Y el suelo de los centros de la ciudades, tampoco. Por eso un piso en el centro de Madrid, a diferencia de lo que ocurre con los coches, cuenta mucho más hoy en términos reales que hace cincuenta años. Y por eso dentro de cincuenta años costará mucho más que hoy. Contra eso, el capitalismo nada puede hacer. Así las cosas, como la cantidad de suelo del centro de Madrid y de Barcelona solo puede ser la que es, Airbnb actúa como el catalizador de una tendencia de mercado, la de las subidas acusadas del precio de la vivienda en los cascos urbanos de las grandes capitales, que ya existía antes de que esa empresa irrumpiera en España. ¿Y por qué eso eso perjudica a otros sectores? En el caso de los autóctonos que viven de alquiler, es evidente y no requiere de mayor explicación. Pero en el caso de los empresarios en general, ya no es tan evidente. En ese supuesto, Airbnb opera como los terratenientes del trigo en la era victoriana. Hoy, en el siglo XXI, la principal partida de consumo en la que los asalariados gastan su nómina es el pago mensual de la vivienda, ya sea una hipoteca o un alquiler. En fatal consecuencia, toda tendencia acusada de subida de precios inmobiliarios se acaba traduciendo en una presión indirecta para que los empresarios suban a su vez los salarios. La vivienda es el trigo de nuestro tiempo. Por eso el conflicto está servido. Aunque tampoco procede dramatizar en exceso esa confrontación de intereses entre sectores que comparten un mismo espacio urbano. A fin de cuentas, si una nueva actividad económica beneficia a una parte de la comunidad, los propietarios de viviendas, pero genera al tiempo externalidades que perjudican a otros miembros de esa misma comunidad, hay mil fórmulas posibles (las que por ejemplo puede proveer la fiscalidad específica) para que los ganadores compensen a los perdedores. Solo es un problema de imaginación. Apenas eso.