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Carmelo Jordá

Taxistas arruinando el taxi

Ni las licencias, ni las leyes 1-30 ni la amenaza cierta y cercana de los coches autónomos tienen tanta importancia como que los propios taxistas han decidido destrozar su negocio.

Ni las licencias, ni las leyes 1-30 ni la amenaza cierta y cercana de los coches autónomos tienen tanta importancia como que los propios taxistas han decidido destrozar su negocio.
Madrid: momentos de tensión en la concentración ilegal de taxistas | EFE

Tal y como contamos este mismo martes en Libertad Digital, los taxistas que han acampado ilegalmente en el Paseo de la Castellana –y que deberían ser sacados de allí por las buenas o por las malas por la Policía– aseguran que estarán en la principal calle de Madrid "aunque nos arruinemos". Si ese es su propósito, sólo cabe darles la enhorabuena: eso es exactamente lo que están consiguiendo.

Porque con esta huelga salvaje y descerebrada los profesionales del taxi, probablemente guiados y exaltados por un pequeño grupo de fanáticos enloquecidos, están haciendo todo lo posible para arruinarse: desde enemistarse con sus propios clientes hasta ponerse en contra a la opinión pública, pasando por colocar a las autoridades entre la espada y la pared.

Lo primero es obvio: la reacción normal de una persona que ve las escenas que se están viendo estos días no quiere acercarse a menos de cien metros de alguien capaz de destrozar un coche con una niña dentro, dispararle en marcha a un pobre trabajador o agredir a unas periodistas. Igual los que alientan esos actos criminales se sorprenden, pero resulta que a la inmensa mayoría de la gente normal, de sus clientes, la violencia nos repugna y nos sentimos incómodos en la cercanía de los violentos.

En cuanto a lo segundo, teniendo en cuenta la situación legal y las sentencias que ya se han emitido, probablemente la única salida de los taxistas para ver una compensación por los cambios tecnológicos que están sufriendo –como, por cierto, se están sufriendo en otros muchos sectores, incluido el periodístico– sea el presupuesto público. Una decisión en el fondo injusta, pero que podría hasta ser aceptada por la mayor parte de la opinión pública, comprensiva con lo que pasa por ser –y sólo en parte es– un sector de esforzados y no muy favorecidos trabajadores autónomos. Pero ¿quién va a estar a favor de que se compense por sus propias inversiones a un gremio de delincuentes peligrosos capaces de cualquier cosa? Y eso es en lo que algunos están convirtiendo el taxi.

Del mismo modo, la oleada de violencia, intimidación y presiones que sólo puede ser considerada un chantaje coloca a las autoridades en una situación compleja: a este paso, si claudican serán unos cobardes, y cuanto más duren las movilizaciones y más duras se hagan, mayor será el clamor de la sociedad para que la Policía haga de una vez su trabajo. Algo que, por cierto, no parece ser una de las prioridades del nuevo ministro del Interior, que en sólo dos meses está demostrando que incluso los peores pronósticos sobre él eran optimistas.

A estas alturas empieza a ser irrelevante quién tiene razón en este conflicto, si los taxistas son unos pobrecitos machacados por las multinacionales y la injusticia o si, por el contrario, son un grupo de privilegiados por un sistema injusto que pretenden que la revolución tecnológica se frene para ellos. Ni las licencias, ni las leyes 1-30 ni la amenaza cierta y cercana de los coches autónomos tienen tanta importancia como que los propios taxistas han decidido destrozar su negocio. Dentro de unos años hablaremos de esto y tendremos que decir que no fueron ni Uber, ni Cabify ni Google, sino que los propios taxistas arruinaron el taxi.

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