Es un presupuesto expansivo, para garantizar una recuperación económica justa
Es un presupuesto profundamente social (…) Para redistribuir los beneficios de la recuperación
Una de estas dos frases la pronunció hace dos meses Cristóbal Montoro, en la tribuna del Congreso de los Diputados, durante el debate para la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado para 2018. La otra es de su sucesora en el Ministerio de Hacienda, María Jesús Montero, este viernes, en el Palacio de la Moncloa, durante la presentación del techo de gasto para 2019 y de la nueva senda de déficit público.
Como puede verse, los dos últimos responsables de las cuentas públicas se parecen en algo más que en el apellido. La retórica es similar, el reparto de culpas también (la herencia recibida ya juega en las dos direcciones) y el resultado no varía demasiado: España volverá a incumplir, un año más, el objetivo de déficit pactado con Bruselas. Cambian las siglas y las caras, pero se mantiene lo fundamental: el Gobierno de nuestro país no es fiable en lo que hace referencia a las cuentas públicas y a los compromisos adquiridos. Y tras diez años de crisis y cinco de recuperación, nada hace pensar que eso vaya a cambiar a corto plazo.
El anuncio de Montero de este viernes (por cierto, la frase de la ministra socialista es la primera de las dos) no ha sorprendido a nadie. En su primera gran cita europea, Nadia Calviño ya avisó hace unos días a sus colegas de la Eurozona y a las autoridades de la Comisión Europea de que el nuevo Gobierno no se sentía atado a las cifras pactadas por el anterior. Nada extraño, por otro lado: es lo mismo que hizo el Ejecutivo del PP en 2012 (decir que era imposible reducir el déficit lo requerido por la situación en la que había dejado las cuentas públicas el Gobierno del PSOE). Además, la nueva ministra de Economía podía argumentar (y habría sido muy cierto) que si el Gobierno de Rajoy no había cumplido con sus objetivos de déficit ni un solo año… pues parecía previsible que tampoco lo fueran a hacer los recién llegados, que además emplean una actitud todavía más desafiante en este tema que la de sus predecesores.
Eso quiere decir que el nuevo objetivo de déficit anunciado a Bruselas es del 2,7% del PIB para este año, muy por encima del 2,2% que hasta ahora se mantenía como límite teórico. También es cierto que casi nadie parecía creer en la posibilidad de alcanzar esa cifra. El anterior Gobierno ya había deslizado que no se sentía especialmente preocupado por ese 2,2% (Montoro llegó a afirmar que lo importante era bajar del 3% que marca el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y salir del procedimiento de déficit excesivo). Y ninguno de los organismos oficiales que se habían pronunciado al respecto había pronosticado un déficit inferior a esa cifra. Así, la Comisión habla del 2,6% en sus Previsiones de Primavera y la AIReF ya avanzó en su día que considera "improbable" que se logre.
La parte buena (al menos para el Gobierno, aunque no está nada claro si también lo es para el contribuyente) es que no parece haber nadie especialmente preocupado. Calviño hizo su anuncio en Bruselas y no hubo las protestas habituales en otros tiempos. La crisis va quedando atrás y los hombres de negro ya no son lo que eran. Parece que si nos quedamos por debajo del 3% del PIB, todos contentos. Como ya explicábamos hace unas semanas en Libre Mercado, las amenazas de la Comisión hasta ahora se han demostrado vacías de contenido. Tras una década de incumplimientos del objetivo de déficit, nuestro país ha escapado sin un rasguño. La política (o el politiqueo) se ha impuesto.
Las cifras y los compromisos
Pero esto no quiere decir que lo ocurrido no sea importante. Porque sí lo es. En 2010 y 2012, España necesitó de la ayuda de sus socios comunitarios. La pidió y la tuvo a cambio de unas promesas de ajuste presupuestario que no ha cumplido. Los sucesivos gobiernos siempre han usado excusas parecidas (la crisis, la culpa es de los que estaban antes, no dañar la recuperación…) pero lo cierto es que tras más de un lustro de crecimiento parece difícil justificar que seamos el país de la Eurozona con un déficit más elevado. Ahora, con un nuevo Ejecutivo en La Moncloa, la escena se repite. Y la conclusión que sacarán nuestros socios parece obvia: no es problema de tal o cual, de un nombre y otro, es una cuestión de país.
Porque desde España esto se plantea en términos políticos, con unos partidos acusando a los otros de todos los males. Pero fuera de nuestras fronteras, lo relevante es que el Reino de España aparece como un Estado poco fiable, que no cumple su palabra y juega con sus socios, a los que traslada el riesgo de su irresponsabilidad fiscal. Porque si hay una nueva crisis de deuda en la Eurozona, nuestro país volverá a ser uno de los focos de inestabilidad más importante. Podríamos hacer una analogía con Grecia: cada nuevo Gobierno que llegó al poder entre 2008 y 2015 fue descargando responsabilidades en los anteriores; pero en Berlín, Bruselas, Frankfurt o Washington la conclusión fue que aquel no era un país responsable y que las exigencias para tratar con Atenas no podían ser las mismas que para otros casos.
No había nada más que escuchar a la ministra de Hacienda conminando al PP a aprobar la nueva senda de déficit en el Senado y advirtiendo a los populares de que, si no lo hacen, serán los culpables del deterioro de los servicios públicos. Porque, además, el propio Montoro usó expresiones no tan diferentes mientras estuvo en Hacienda. Siempre pareció que bajar el déficit era una exigencia de Bruselas, molesta y que había que hacer porque al fin y al cabo de la UE y el BCE nos llegaba una ayuda indispensable (de una forma u otra, nuestros socios nos avalaron en el peor momento de la crisis) pero no porque fuera bueno en sí mismo reducir los números rojos. En España que un Gobierno baje el déficit está mal visto. Lo que en otros países se considera un signo de buena gestión aquí se interpreta en términos negativos. El mejor ejemplo es que ningún partido pide ir más allá de lo que marca Bruselas: la senda de reducción del déficit es, como mucho, la que nos imponen, pero nadie se plantea siquiera que podría ser bueno reducir más el déficit y dar los primeros pasos para minorar la montaña de deuda que se va acumulando año a año.
Así, el camino recorrido en estos años puede explicarse con el siguiente cuadro. En el mismo hemos incluido los sucesivos objetivos de déficit que se han ido estableciendo año tras año, en el Programa de Estabilidad que se manda a Bruselas en primavera. En el mismo, se mandan previsiones y objetivos para el año en curso y para los tres siguientes.
Pues bien, como vemos, la lógica seguida siempre es la misma. Y el anuncio de este viernes hace pensar que no cambiará: primero se marca una cifra más o menos ambiciosa a dos-tres años vista; según se acerca esa fecha, se va subiendo ese límite; y al final, incluso los objetivos revisados se superan. Así, sólo en 2017 España cumplió con lo pactado con Bruselas (el famoso 3,1% del PIB del que tanto se enorgullecía Montoro) pero eso es sólo porque se subió ese límite a más del doble del 1,4% que el Programa de Estabilidad de 2015 preveía para ese año. En resumen, que sólo aprobamos el examen cuando nos ponen unos requisitos a medida.
Podrá decir María Jesús Montero que todo esto no le incumbe a ella. Al fin y al cabo, acaba de llegar. Pero también es cierto que lo primero que ha hecho, en un contexto de expansión (esto es muy importante y no debe olvidarse) es exigir medio punto más de PIB de déficit para los próximos tres ejercicios y anunciar una batería de nuevos impuestos. O lo que es lo mismo, el PSOE ya ha dejado claro que no habrá ajuste ninguno por el lado del gasto, que sólo se reducirá el déficit (y poco) porque hay crecimiento económico (lo que, sin hacer nada, ya genera menos gastos y más ingresos a las administraciones), y que si hay que reducir alguna décima se hará apretando todavía más a los contribuyentes.
Porque además, nada nos asegura que esta vez sí vaya a cumplirse con lo anunciado en abril (o julio, en este caso). En la última década sólo se consiguió, y por unas décimas, una vez. ¿Y si terminamos en el 2,9% este año? ¿Y en el 3,1%? ¿Lo admitiría Bruselas? ¿Habría multa? ¿Qué margen de maniobra tiene el nuevo Gobierno? ¿Cuánta confianza le queda a España? ¿Y si hay una nueva crisis? ¿Qué podríamos ofrecer a nuestros socios para recabar su apoyo? Demasiadas preguntas sin respuesta. De momento, seguro sólo hay una cosa: el 2,2% que prometimos hace ya un par de años es, de nuevo, papel mojado.