Teniendo presente que jamás los impuestos y la deuda pública se elevaron tanto en tan poco tiempo en nuestro país como lo han hecho bajo el mandato de Cristóbal Montoro, es harto difícil que su sucesora al frente del Ministerio de Hacienda pueda superar tan lamentable listón.
Está visto, sin embargo, que la no menos manirrota y voraz María Jesús Montero está firmemente decidida a conseguirlo, como bien ilustra su ocurrencia de relajar todavía más los objetivos de reducción del déficit, lo que supondrá un incremento de la deuda pública equivalente a 23. 400 millones de euros, o su no menos nefasta y demagógica pretensión de subir todavía más los impuestos a las empresas y a la banca, pretensión que lejos de equilibrar la relación entre gastos e ingresos del Estado, lo que hará es penalizar al consumidor y lastrar la recuperación económica.
Así se lo ha puesto de manifiesto la CEOE, que ha advertido que subir impuestos a las empresas lastrará la creación de empleo, o prestigiosos analistas financieros que han señalado cómo el impuesto a la banca aplicado en otros países se ha trasladado siempre a los consumidores.
Aun así, nada ilustra mejor la voluntad de Montero de superar la voracidad fiscal de su antecesor en el cargo que su delirante e injusta ocurrencia de implantar un elevado impuesto de Sucesiones, fijo para toda España, acabando así con la sana competencia a la baja que se estaba produciendo entre las distintas administraciones autonomías.
El impuesto de Sucesiones (como el de Donaciones o el de Patrimonio) es especialmente perjudicial e injusto por cuanto va dirigido contra lo que le queda al ciudadano una vez que ya ha pagado sus impuestos. El viejo principio jurídico, non bis in idem, que proscribe castigar dos veces un mismo delito, es perfectamente aplicable en el ámbito fiscal donde también resulta injusto que un mismo bien sea sometido dos veces a la mordida de Hacienda.
Se ha dicho muchas veces que el impuesto de Sucesiones no es una forma de enriquecer a los pobres sino de empobrecer a los ricos, pero lo cierto es que, en la mayoría de ocasiones, es una forma de empobrecer a las clases medias que, a diferencia de los verdaderamente ricos, no pueden eludir el pago de tan injusto tributo trasladando su capital o utilizando ingeniería financiera, por lo que muchas veces sus herederos tienen sencillamente que renunciar a su herencia por no poder pagar el impuesto.
La voracidad fiscal de Montero le lleva a invadir, además, competencias que le son ajenas pues el impuesto de sucesiones lo gestionan al 100% las comunidades autónomas, que deciden si exprimen a sus ciudadanos con elevados gravámenes, tal y como sucede por ejemplo en Asturias, o si por el contrario, la presión fiscal tras la muerte de un familiar es casi inexistente, como Madrid o Canarias.
A este respecto, resulta lamentablemente paradójico que formaciones que defienden nuestro demencial modelo autonómico, tal y como está diseñado, sean, sin embargo partidarias de una eufemística "armonización fiscal" que no viene sino a acabar con el escaso margen de libertad, de autonomía y de competencia fiscal entre las distintas administraciones autonómicas que se da en nuestro país. Su declarada voluntad de acabar con los "paraísos fiscales" no es más que una inconfesable deseo de someter a todos a un mismo "infierno fiscal" que haga imposible una competencia entre autonomías que pueda beneficiar al sufrido contribuyente.
Está por ver, sin embargo, que la ministra logre ese imprescindible y nefasto consenso en el próximo Consejo de Política Fiscal. Pero no olvidemos que socialistas los hay, desgraciadamente, en todos los partidos, como bien ilustra lo parecidos que son Montero y Montoro.