El Ayuntamiento de Madrid acaba de declarar la guerra a los pisos turísticos, pero no es el único. En los últimos años, numerosos gobiernos locales y comunidades autónomas han aprobado, gracias al cambio legal que en su día posibilitó el PP, normativas de diversa índole para restringir, perseguir y hasta prohibir a empresas y particulares alquilar sus viviendas a turistas con excusas y argumentos de lo más falaces y maniqueos, protagonizando con ello un nuevo e inaceptable ataque a la propiedad privada.
La marca blanca de Podemos en la capital y su máxima representante, Manuela Carmena, pretenden ilegalizar la inmensa mayoría de pisos turísticos presentes en el centro de la ciudad, aprovechándose de forma torticera y dudosamente legal de la competencia urbanística que corresponde al gobierno municipal. En concreto, su intención es que tan solo los inmuebles con entrada independiente por la calle -sin portal- puedan desarrollar esta legítima actividad, de modo que todas las viviendas turísticas, a excepción de casas y chalets particulares, quedarían prohibidas, a imagen y semejanza de la aberrante ordenanza que hace poco aprobó Mallorca. Y lo peor de todo es que, lejos de criticar este atropello jurídico y económico, el resto de partidos o bien han aceptado esta restricción en mayor o menor medida o bien la han criticado por quedarse corta, ya que, en principio, tan solo afectaría a los alquileres vacacionales que superen los 90 días al año.
Este tipo de límites y prohibiciones constituyen, en primer lugar, un auténtico atentado contra un derecho básico de todo individuo, aunque, por desgracia, no reconocido como tal en la Constitución, como es el propiedad privada. Ningún político debería tener capacidad alguna para decir a los propietarios cómo, cuándo o a quién alquilar sus viviendas. Tal posibilidad restringe de forma arbitraria e injusta el disfrute, uso y finalidad de tales bienes por parte de sus únicos dueños. Impedir el alquiler a turistas es equivalente a que el Gobierno decida a quién se puede o no vender una casa si se extendiera al mercado de compraventa.
Por otro lado, supone un importante golpe al turismo, uno de los sectores de mayor creación de riqueza y empleo de la economía española. El sector turístico ha sido uno de los puntales de la recuperación y el hecho de establecer este tipo de prohibiciones desincentivará la llegada de visitantes y encarecerá el precio de los alojamientos, dañando así a los numerosos negocios y actividades que, de forma directa o indirecta, dependen de los turistas, tanto nacionales como extranjeros. Que un país como España, una potencia turística de primer orden a nivel mundial, dificulte de este modo una de las ramas más boyantes, rentables y prometedoras de esta industria es, simplemente, pegarse un tiro en el pie.
Y todo ello sin contar que perjudica a miles de honradas familias que veían en este tipo de alquiler una forma de ganar un dinero extra para completar sus ingresos o, directamente, vivir de ello. Por otro lado, los argumentos esgrimidos para poner en marcha estas prohibiciones carecen del más mínimo fundamento. La inmensa mayoría de los pisos turísticos no generan problemas de convivencia vecinal, salvo en aquellas localidades famosas por el típico turismo de borrachera, donde tales incidentes, por cierto, también se extienden a los hoteles. En todo caso, el vandalismo y el ruido no se combaten limitando el alquiler, sino cumpliendo y haciendo cumplir la normativa local que exista al respecto mediante las sanciones pertinentes.
Tampoco es culpable del fuerte aumento de los alquileres registrado en algunas ciudades, ya que el peso de estas viviendas sobre el conjunto del mercado es marginal, y, por tanto, despreciable desde el punto de vista económico. La subida de precios se debe, por un lado, a una creciente demanda de alquiler como consecuencia de la recuperación y a una oferta inmobiliaria estancada e insuficiente para atender dicho crecimiento debido, entre otros motivos, a las restricciones que imponen los propios ayuntamientos a la hora de permitir nuevas construcciones.
Y, por último, pero no menos importante, el alquiler turístico no perjudica al negocio hotelero. Este sector no para de registrar aumento de ingresos y pernoctaciones, a pesar de la existencia de pisos vacacionales, ya que se trata de dos segmentos que ofrecen servicios muy diferentes. Su guerra contra los pisos turísticos recuerda mucho a la batalla que en su día emprendieron las grandes aerolíneas contra las compañías low cost o el rechazo de las discográficas a la nueva forma de consumir música a través de internet. Las razones de los hoteleros no solo son erróneas, sino que, además, acabarán superadas por la realidad. Lo único que conseguirán estas prohibiciones es disparar la economía sumergida y los precios de los alojamientos.
La guerra al alquiler turístico, en definitiva, es una guerra contra los propietarios de vivienda, la industria turística, el progreso económico y el propio sentido común.